Mi casa está llena de sombras, el tiempo hizo lo necesario para quedarme solo. El último en irse fue mi hermano Elías, a sus pueriles catorce años una pulmonía fulminante pulverizó también su existencia, y ese suceso fue el introito de mi aciago porvenir. Mi padre y mi madre murieron hace diez años en un accidente automovilístico, yo tenía veinte años en esa época, y ese verano me había quedado en casa de mis tíos mientras los tres viajaron en auto a la Bretaña francesa. El informe pericial aseveró múltiples contusiones en el caso de mi madre y muerte por decapitación por parte de mi padre, mi hermano no sufrió mayores magulladuras por encontrarse a buen recaudo en la parte posterior del auto, él tuvo que presenciar al detalle como la cabeza de mi padre caía hasta ubicarse a su siniestra, mientras mi madre agonizante solo pensaba en ver si su hijo había salido a salvo; sus últimas palabras fueron: “Tu hermano te cuidará”, y desde ese entonces, dejé todo y cuidé de él hasta sus últimos días de vida.
En aquel martes, un día después del entierro de Elías, todo era desolador, un vacío inexplicable rondaba mi mente y mis visiones de la casa.
—Era natural —me decía, mientras vagaba como desorientado entre el patio y la sala, como recordando aquellas épocas de dicha y gloria.
Mi abstracción era más poderosa que mis ganas de vivir, no me percataba si el día era día o la noche era noche; fue solo querer seguir pensando en ellos mientras aquel vacío seguía profundamente en mí, como inseparable estigma que me mantenía turbado de la realidad. Suponía que era natural tal acontecimiento, mis familiares me dijeron en el tanatorio que podía vivir con ellos, hice caso omiso, las llamadas posteriores del teléfono eran implacables, las pocas veces que decidía cogerlas nadie me hablaba, era extraño, pero como todo lo demás, ya no me interesaba.
El cansancio ya estaba haciendo mella en mí, el insomnio había poblado los últimos días posteriores a la despedida de mi hermano. Mi cama parecía aguardar mi presencia desde días, yo fui hacia ella abatido con el fin de poder recuperarme cuando menos físicamente. Esa misma noche tuve un sueño espantoso. Era un sueño hostil, inmundo, virulento y profano a mis pensamiento recién sensibles, mi hermano estaba allí famélico y con bata blanca arrastrándose por el piso de la sala de un hospital, su rostro era indescifrable, retorcido, desorbitado ante el dolor que le provocaba esa pulmonía malferida, no hacía más que mirarme y mover la boca deformadamente, mis lágrimas caían descontroladas, solo podía verlo, mas intentar tocarlo era inútil, no lograba ni atinar una menuda caricia a su desdichado momento. Yo traté de huir, me distanciaba más y más tropezándome entre pasadizos y estancias médicas hasta que terminé en la calle, como volando mientras que los demás eran como sombras que ni se fijaban en mis actos descarnados por huir de aquel fatídico episodio.
No podía soportarlo, aquel sueño no parecía tener fin, trataba de buscar refugio, cuando me detuve y no sabía por qué estaba huyendo, solo miré hace unos instantes a mi hermano sufriendo por tan desdichado dolor mientras solo se me ocurrió correr… no me lo pude perdonar, fui raudamente a buscarlo, traté de ubicar el hospital pero no lo podía avistar; las personas seguían ahí en la calle, más que personas parecían un panorama estático de rostros extraviados en la inmundicia de mi imaginación; por fin había llegado al hospital, traté de serenarme y poder volver a ver a mi hermano con pasividad, quise darle noticias halagüeñas de su pronta mejora, cuando menos subirle el ánimo, antes de eso fui al tópico a arreglarme un poco, cuando al echarme algo de agua al rostro y a punto de verme al espejo desperté sin poder ni siquiera abrazar a Elías.
El despertar me resultó extraño y amargo, no pude obviar que tenía lágrimas en mi rostro de tan salvaje pesadilla, tenía que superarlo, eso me decía, pero no sería fácil.
—¡Los sueños, sueños son! —me repetía a mí mismo.
Quise empezar bien el día y traté de distraerme leyendo el periódico, estuve toda la tarde sentado en el sillón cuando torpe fue mi memoria al postreramente percatarme que aquel diario era de hace unos días, eso no me importó mucho, solo quería distraerme. La tarde era muy tranquila, ni los pájaros cantaban como solían hacerlo en los árboles de mi jardín, cerré las ventanas, en la calle no había nadie, hacía mucho frío como para salir a pasear. A pesar de ese sueño y los instantes de silencio no podía evitar sentir ese vacío inexplicable que rondaba la vieja casa de mis padres; me hallé en la disyuntiva si conservarla y seguir viviendo allí entre desventuras y sufrimiento, o venderla para poder huir a algún lugar donde pueda volver a empezar de nuevo y lejos de mi funesta suerte.
Horas más tarde la noche llegó a cubrir más la soledad de mi hogar, el día había pasado velozmente entre recuerdos, lecturas y sentimientos encontrados de algo que evidentemente todavía no podía superar. Quería pensar que la pesadilla de la anterior noche fue producto de los recientes acontecimientos, que tal maldición no podría acaecerme todo el tiempo; ya adormilado, presto y con una taza de té me dispuse a echarme en la cama, cuando dejé mi lectura y mis gafas en aquella vieja mesa de noche, el sueño invadió inopinadamente mi ser.
Al despertar, todo era diferente, la luz del sol me hizo abrir los ojos de manera apabullante, los ruidos en la sala me hicieron levantar rápidamente, y al salir de la habitación: no podía creerlo, era mi madre, ella estaba en la cocina preparando el desayuno, mientras mi padre se hallaba sentado en una silla del comedor con el periódico entre sus manos; no podía dar crédito a mis ojos, bajé y fui bajando mientras los veía discutir, mi padre soportaba silente las bravatas de mi madre sobre el destino que les había tocado vivir, el solo escuchaba sin deslizar un mero sonido, su rostro se mostraba triste, perturbado, mientras ella lucía indomable, levantando cada vez más la voz; era ininteligible, no se escuchaba con claridad pero infería que no era una conversación calmada.
Fue en ese instante cuando mi padre levantó la mirada y se fijó en mí, fue una mirada tan fría que era obvio que no quería transmitirme nada, mi madre al fijarse en sus ojos volteó para verme, ella fue afilando la mirada y arremetió contra mí gritando desconsolada.
—¡Mira cómo estoy, mira cómo estoy! ¡¿Por qué no lo entiendes?!
Ella no dejaba de repetirme aquellas palabras incontablemente, yo observaba sus manos cogiendo mi solapa mientras trataba de evadir sus golpes. No tenía que decirme más; esas palabras fueron suficientes, estaban decepcionados de mí, de la muerte que provoqué por no cuidar a mi hermano como ellos lo hubieran hecho. Fue pensar en eso fugazmente cuando otro grito de ella me hizo volver a la situación, yo estaba casi inclinado y ella se mostraba indomable, muy irascible; me odiaba, se veía en sus ojos, y fue en ese preciso momento que, al intentar mirarla para refutar sus sentencias acusantes, me hallé nuevamente en mi cama, fue todo un mal sueño otra vez.
Era más de lo que podía soportar, el miedo, la angustia, el temor de progresivamente quedar loco rondaba por mi mente, ya eran dos noches con lo mismo cuando de pronto me hallaba en la sala, no recordé si me había levantado y me dirigí hasta aquí, o simplemente aparecí como encantado por una mente abrumada a causa de la desdicha de estas infelices pesadillas que no me dejaban tranquilo. Fui presuroso al despacho de mi padre, traté de buscar ansiosamente la tarjeta del doctor Espinosa, él fue psicólogo de Elías y buen amigo de mis padres, estaba seguro de que podría ayudarme a culminar con estos sueños malhadados y esta fatiga existencial, encontré su tarjeta en el primer cajón y me dirigí presto a llamarle; no me respondía nadie, insistí por largo tiempo pero luego desistí. El día pasaba y me trataba de distraer por ratos para tiempo después volver a lo mismo; sin embargo, esa tarde nunca nadie me respondió. Tal vez cambió de número o no trabajó hoy, me decía consolante, de todas formas, no quería estar más solo en esa casa y con esa sensación de vacío inexplicable a mi alrededor; fue de pronto que se me ocurrió buscar a mi buen amigo Augusto, él vivía muy cerca de mi casa y no le pude participar de la muerte de mi hermano por lo repentino que fue todo. Sin más ni más, alisté mis cosas y me fui a visitarlo.
Una vez en la calle, la luz y las vistas me parecieron más tranquilas que mi infernal vivienda, caminaba y caminaba, el gran parque de la calle central se hizo interminable, luego de un momento mi visión empezó a nublarse, había estado mucho tiempo a oscuras, fue en ese instante que me puse a reflexionar, no pensé que fuese justo visitar a mi gran amigo solo para atosigarlo con mis relatos desdichados, el parque no parecía tener fin, las calles lucían solas, a lo lejos veía niños jugando con sus mascotas que no me quitaban la mirada de encima, era inoportuno pensar en esas nimiedades. Una vez llegado a su casa, toqué su puerta para darle el milagro de mi visita, pero al parecer nadie estaba.
—¡Hoy no fue mi día! —exclamé, después de insistir por unos instantes más me retiré a mi domicilio algo decepcionado.
Antes de llegar, quise pasear por las calles que hace días había dejado olvidadas por pensar en la muerte de mi hermano, a pesar de que el viento remecía las ramas de los árboles no tenía la sensación de frío, hasta mi organismo se hallaba concentrado en los sueños escalofriantes que había tenido que soportar durante dos noches, sabía que todo esto pasaría, la pregunta era cuándo. Llegué a la casa culminada la tarde, pensaba en cómo ubicar al doctor Espinosa y en lo ingrato que yo había sido con mi amigo Augusto, no me percataba de lo que hacía, mientras cogí el teléfono para dejarle un mensaje a Augusto, temía que llegase la hora de dormir; de todos modos, tenía que hacerlo, caminar toda la tarde me había dejado rendido; me eché a leer nuevamente pero no recordaba en qué hoja del libro me había quedado ayer, incluso sobre qué había leído.
Todo era inútil, mi atención por las cosas simples volvería con el tiempo, tenía que soportar este dolor hasta que durase e inclusive aguantar estos sueños que con los días se disiparían en mi olvido; pronto me fui a la cama, quise buscar dormir y poder empezar mejor el próximo día. Mi mente se fue extraviando en un laberinto de nubes que fui cruzando mientras los minutos y horas pasaban sosegadamente. Abrí los ojos, me recibió un brillante cielo azul con un sol majestuoso, era un cementerio, me encontraba en un cementerio, al abandonar mi posición recostada, caminé por sus alrededores viendo las inscripciones y lápidas que yacían impregnadas en el césped frío y desolador del prado; cuando, de pronto, fue mirar hacía la distancia y ver a mi hermano sentado contemplando aquel mausoleo en el cual una vez lloramos a nuestros padres, ellos estaban ahí dentro; al acercarme le cogí el hombro a Elías para transmitirle mi mutuo pesar, él tocó mi mano.
—¿Por qué paras ausentándote tanto? —me preguntó Elías.
Yo no le pude entender y tampoco quería, solo me sentía culpable por el daño que le hice, por el mandato incumplido de cuidar a mi hermano, mis padres estaban decepcionados de mí y eso no podía soportarlo.
De pronto, una mano trémula toco mi hombro, mi hermano que estaba al lado mío lo miró, e inmediatamente yo lo hice; era mi padre, mi padre que había llegado a mis sueños para estar conmigo, yo lo miré entristecido y lo abracé muy fuerte, tan fuerte que no pude evitar el llanto, mientras iba apretándolo más, veía a la distancia como mi madre llegaba con su rostro ensangrentado como en aquel día de su accidente, era horrendo, ella no me miraba, solo caminaba errante a la distancia, y al mirar a mi hermano nuevamente lo vi lánguido y ojeroso, como en aquel momento de su muerte en el hospital.
—Deja de soñar —dijo entonces con insistencia una voz que parecía la de mi padre.
Eso retumbó hasta lo más profundo de mi ser y me hizo despertar otra vez, estaba ahora en la cama, mi rostro estaba sudoso y mis manos temblando, me levanté hacia el tocador para lavarme la cara mientras en mi memoria vagaban aquellas últimas palabras proferidas por mi padre en tan aberrante pesadilla; una vez en el baño, me di cuenta lo que muchos no se percatan prontamente, había una soga que colgaba ensangrentada en el techo de la bañera, y mientras me miré en aquel espejo, mis ojos se hallaban sobresalidos de su posición original, mientras las marcas de aquella gruesa soga habían dejado su huella en mi cuello ensangrentado; y fue, en ese momento, cuando me di cuenta de que todo este tiempo había soñado que estaba vivo.
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