El relato prohibido de las lavandeiras
(Tercera Parte)
De Ocram Zamor
Pasaron unos días mientras Carmen yacía en su
habitación conyugal atendiendo a su esposo. Octavio hablaba poco, pero con el
correr del tiempo lo hacía más. Lo único estable fue aquella mirada con la que
siempre miró a Carmen. Ella, sin embargo, no hacía más que atender las
magulladuras con fino tacto cada segundo que ahora volvía a tener a su marido.
No obstante, las noches eran diferentes, los súbitos escalofríos, los raudos
despertares gritando de la nada, sin motivo aparente. Las pesadillas de Octavio
no hacían más que recordarle todo lo que había presenciado en su decisión de ir
a buscar a su hijo Carlos. Gritaba constantemente sin querer. Decía: ¡Brujas,
brujas! ¡Suéltenme! ¡Mi hijo! ¡Dónde está mi hijo! Cada grito suyo era una
lágrima de mi abuela. Él no podía tapar el sol con un dedo, tenía que contar lo
ocurrido a su esposa, y eso pensó hacer. Un buen día, ella se sorprendió al verlo
sentado en la mesa del comedor. El reloj marcaba las siete de la mañana, y él,
desde que vino, no se había levantado tan temprano de la cama. El café ya
estaba en la mesa, los panes y bollos con azúcar calientes y listos para ser desayunados.
Era algo que mi abuelo solía hacer, pero desde hace mucho tiempo no lo hacía. En
cambio, Mi abuela se notaba sorprendida, la sorpresa le agradó, pero aún así,
le parecía algo sospechoso todo eso; no obstante, era su esposo, y más que una
duda repentina, fue una satisfacción anhelada.
Una vez en la mesa, él le habló poco, ella trataba
de no presionarlo y desayunaba tranquila mientras le lanzaba miradas discretas
para no incomodarlo. A pesar de eso, mi abuelo Octavio dejó a medio tomar su taza
de café para coger la mano de mi abuela.
—Tengo que contarte lo que pasó Carmen— Le dijo
él.
—Octavio. Si todo lo que te sucedió te trae malos
recuerdos, prefiero no escucharlo por ahora. El semblante de mi abuelo cambió
repentinamente. Mi abuela me contó que el insistió. Era obvio deducir que no
quería volver a ocultarle nada.
—Carmen, antes de contarte todo esto, necesito
que creas todo lo que te pienso decir.
Ella frunció el rostro, no se esperó esas
palabras.
—A qué te refieres Octavio, yo siempre he creído
en ti.
—Carmen, lo que te pienso contar, es posible que
ni yo lo tenga bien claro. Pero, aún así, solo puedo decirte que estoy seguro
de haberlo presenciado.
Un silencio recorrió aquel ambiente de la antigua
casa de mis abuelos. Ella se quedó callada y quieta después de que al terminar aquellas
últimas palabras su esposo le besara la mano.
—Carmen, cuando desperté esa mañana de la cama y
me fui dejándote esa nota me prometí a mi mismo no volver a la casa hasta traer
a nuestro hijo. Sabía que no iba a ser fácil, pero quise intentarlo. No hubiera
podido seguir viviendo sin hacerlo. Ahora, por favor, escúchame y presta mucha
atención a lo que te diré.
Lo primero que pensé fue en ir al pueblo para
preguntar en la comisaría dónde pudo haber desaparecido mi hijo. Ellos no
supieron ser exactos. Era notorio que lo daban por muerto. Eso lo evidencié en
sus expresiones, y cada vez el muerto más parecía yo. A pesar de eso, obvié
hablarles más y me enrumbé colinas arriba. No te lo dije para no asustarte,
pero semanas después de la desaparición de Carlos tuve sueños horribles e
inexplicables de lo sucedido. Soñaba con cuevas, ríos, montañas, y unas extrañas
mujeres que rodeaban entre velas a nuestro hijo. No obstante, de parecer
personas comunes y corrientes de espaldas, sus rostros eran abominables. Eso me
recordó a las leyendas que me contaba mi abuelo sobre las meigas o brujas: Las
brujas que lavan los restos de las personas que han asesinado.
Hasta ese momento, solo eran recuerdos de
leyendas de locos que me contaba mi abuela a la luz de la luna en nuestra casa,
pero, en mi desesperación por encontrar a Carlos, y aquellos sueños que no
dejaban de acosarme, fui creyendo en esa posibilidad más y más.
Fue así como me dirigí hacía allá, y mientras lo
hacía, a las afueras del pueblo, me fui encontrando con personas que tú y yo
conocíamos. Algunas ya casi ni recordaba. La señora Hipólita, el señor Alberto
y sus hijos, por ejemplo. A cada uno le fui contando mi agonía. Cada uno me fue
dando sus condolencias, mientras algunos sus recomendaciones. En ese instante,
me encontré con una señora que me dijo que era amiga tuya. Se llamaba Matilde, me
mencionó tu nombre y que te conocía de las compras en el mercado. Me explicó
que se había mudado a las afueras del pueblo porque lo encontraba más apacible
para vivir. Al contarle nuestra situación. Ella no pudo evitar llorar y
sentirse identificada con aquella circunstancia. Me dijo que había pasado por
lo mismo cuando se mudo hace años, pero que no quiso avisarle a nadie. Había
perdido a su nieto. Una mañana desapareció de su casa y jamás volvió. Fruto de
aquello, los padres de la criatura; es decir, su hijo y su esposa, se alejaron
de ella. La historia me pareció conmovedora. Al igual que nosotros, Carmen,
ella no tenía la culpa de nada.
Fuimos a su casa, me invitó a almorzar, y cuando
iba comiendo, algo me pareció sorprendente. Me dijo que estaba segura de que
habían raptado a su nieto. Dijo que habían sido las lavandeiras. Ella también
había crecido con esas historias al igual que yo. No lo podía creer; luego de
eso, me fue contando que, por las montañas del pueblo, había pequeñas comunas
agrícolas, y en la naciente del río que llega hasta estos lugares, se
encontraban aquellos seres. Me explicó que no era sencillo verlas, y que
incluso, ellas me iban a encontrar a mí antes que yo a ellas. Eso me asustó y a
la vez me envalentonó, si no tendría a mi nieto, al menos quería venganza.
Llegado el momento, me fui colina arriba. Volví a
encontrarme con granjeros que iba conociendo de mi trabajo antes de jubilarme.
Sin embargo, con ellos la charla fue pausada, el trabajo excesivo no les
permitía interesarse en nada que no fuera descansar y estar con los suyos.
—Espera Octavio, no entiendo… ¿Fuiste a ese
lugar? ¿Sabes al peligro que te has expuesto?
Una descompensación albergó la cara de mi abuela,
se tocaba el rostro con la mano después de haber, hace unos momentos, escuchado
con atención lo que decía su esposo.
—Creo recordar a Matilde, pero hace mucho tiempo que
no la veo. Ella conoció a Carlos y a Manuel. Aun así, Octavio. Todo esto no
tiene sentido— replicó mi abuela.
—Carmen, por favor, déjame seguir contando esto,
es importante para mí. Al ir subiendo, me fui por el camino de herradura por el
cual van los agricultores que viven en las montañas, esas personas son muy
hoscas y no hablan mucho. Sin embargo, uno que otro me fue indicando el camino
adecuado para no perderme. Estaba cansado, con hambre, tenso. No obstante, mi
deseo por saber quién pudo hacerle eso a nuestro hijo pudo más que mil
penurias. Ya en medio del monte, no perdía de vista el más mínimo detalle del
paisaje, Poco a poco se iba nublando todo, miraba los árboles, los animales, y,
sobre todo, el río. Aquel río que me iba pareciendo más misterioso, encantador,
horrendo. El agua corría incansable, y, mirando desde las alturas, pude ver
como este llegaba hacia el pueblo.
No sabes la cantidad de horas que caminé hacia
ese lugar, era increíble, pero me pude dar cuenta lo inmenso y oculto que eran
esas montañas que, a pesar de estar cerca al pueblo, no suele ir prácticamente
nadie. En ese lugar era posible que cualquiera desapareciera. Los árboles, el
espesor de la maleza, la niebla, todo era más denso a medida que uno iba
subiendo. Y fue en ese momento que escuché
algo fuera de lo común. A medida que me iba adentrando más, iba oyendo el
sonido del río, era un sonido tranquilo, pero, había algo más que no reparé al
principio en descifrar. Con el pasar de los segundos, el sonido aquel se fue
pareciendo al frotamiento de manos sobre algo, daba la impresión de que alguien
estaba lavando. Mis ganas de tratar de escuchar bien pudieron más que mi miedo
y mi intriga, y mientras mi mente se fue nublando del todo para concentrarse en
ese sonido, me encontré con la parte naciente del río, y puedo jurar, que allí,
cerca, entre las rocas, una anciana se encontraba reclinada mirando lo que iba
frotando con empeño incesante. Fue mirarla, pestañar, y aquella imagen,
desapareció enfrente de mis ojos.
Yo estaba seguro de que la vi, Carmen, la vi, bastó
un segundo para ver a una anciana delgada, con una especie de camisón antiguo.
Su pelo era blanco y muy largo, y creo, estoy casi seguro, que en vez de ojos
tenía dos fosas oscuras. Fue aterrador...
—¡Octavio! ¡basta! Qué es lo que estás diciendo.
Has ido a buscar a nuestro hijo, y al subir te has caído. Seguro eso fue lo que
pasó en realidad— dijo mi abuela alzando la voz.
—No Carmen, no. Me gustaría creer lo mismo, pero
todo lo que te cuento es real. Con el pasar de los segundos el miedo me
inundaba, quería volver, pero algo me impulsaba a seguir. Me daba cuenta de que
estaba cerca de desvelar este misterio. Por fin Carmen, por fin sabría qué pasó
en realidad.
Sin embargo, el valor con el cual te cuento ahora
las cosas no existía en el momento en que vi a esa anciana. Cuando desapareció,
solo me percaté que los tupidos árboles se encontraban a mi espalda, y frente a
mí, todo un panorama descampado de piedras y tierra. El río casi naciente
estaba muy cerca de donde me encontraba, no había nadie más que yo y ese
tétrico viento que helaba mi sangre. La niebla poco a poco volvía a cubrir el
paisaje, mientras yo, con el poco valor que me quedaba, fui a las orillas del
río, justo en el mismo lugar donde supuestamente estaba aquella mujer.
Me senté en aquel lugar, observé todo a mi
alrededor, y cuando me disponía a pararme para volver, noté un olor extraño en la
ubicación en donde me encontraba, parecía un olor a podrido, un olor pestilente
que poco a poco iba sintiendo más. Fue en aquella situación que pegué un ligero
salto. ¡El agua! ¡el agua! Tenía una ligera coloración rojiza justo en el lado
en donde me encontraba. De pronto, algo cogió fuertemente mi nuca llevándome
directamente hacia dentro del río. Eran segundos interminables, quise soltarme,
pero eso que me cogió era más fuerte que yo, no podía ver nada más que agua.
Cuando abrí los ojos dentro del río, vi que toda estaba roja. Hasta en esa situación,
sentía aquel olor pestilente y añejo. Era diferente a cualquier otro olor antes
percibido por mí. Aquel instante, comencé a escuchar voces que me hablaban
dentro del agua. Decían: Carlos, Carlos, Carlos, era el nombre de nuestro hijo
pronunciada por muchas voces como en un coro infernal. Todo lo que te cuento se
iba dando simultáneamente al querer soltarme de aquello que me estaba
pretendiendo ahogar. La lucha fue constante en todo ese momento, aquellas manos
que rodeaban mi nuca eran frías, toda el agua se estremecía entre mis intentos
de salir, y aquellas voces que no hacían mas que llamar a mi hijo.
Justo entonces, como si se tratase de una especie
de película, comenzaron a venir a mi mente imágenes aterradoras. Fue como estar
teniendo una pesadilla en el agua. ¡Era Carlos! ¡era mi hijo! lo vi en las
orillas de un río. Lo vi Carmen, vi como mataron a nuestro hijo. Era horrible
ver su cuerpo siendo ahogado por una de esas criaturas. Primero lo miré
hablando con una anciana a las orillas del río, y luego, la escena cambió
bruscamente al verlo sumergido tratando de salir, mientras que una de esas
mujeres enterraba sus manos en su cuello hasta verlo morir. Miré todo eso cuando mi cabeza estuvo bajo el agua, como si el río me revelara lo que en realidad sucedió.
Eso, y solo eso me dio fuerzas para seguir luchando, y en algún momento de
aquella batalla logré emerger a la superficie. Fueron momentos interminables, y
te podría jurar, que cuando salí, observé enfrente de mí, justo al otro lado
del río, a varias mujeres con rostro cadavérico lavando y lavando ropa. A
medida que las iba mirando, todavía sentía a aquellas manos que ya iban
rodeando mi cuello. Todas lavaban y crujían sus huesos sin mirarme. En ese instante,
una fuerza de muy dentro de mí surgió, y logré pararme para salir despavorido
con dirección a la parte boscosa.
Solo recuerdo como iba corriendo sin parar,
corría y corría hasta que los árboles cubrieron mi cuerpo, pero al mismo tiempo
que iba huyendo, sentía aquellas manos frías en mi cuello. Además, iba
escuchando esas voces que gritaban el nombre de nuestro hijo, y un gotear incesante
en mi cuerpo, pero no de agua, sino de sangre. Sentí claramente que estaban
siguiéndome sin estar ahí, justo en ese momento una rama enraizada al suelo me
hizo caer. Lo demás no lo recuerdo con exactitud, solo el despertar en una cama
estrecha dentro de una cabaña, mientras alguien iba saliendo de lo que parecía
una cocina con el rostro cubierto.
►No te olvides que el próximo viernes tendremos la
cuarta y última parte de esta aterradora historia.
►Puedes continuar leyendo más relatos de terror y
misterio en el libro Cuentos Extraños.