sábado, 19 de mayo de 2018



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sábado, 5 de mayo de 2018

El vacío inexplicable

Mi casa está llena de sombras, el tiempo hizo lo necesario para quedarme solo. El último en irse fue mi hermano Elías, a sus pueriles catorce años una pulmonía fulminante pulverizó también su existencia, y ese suceso fue el introito de mi aciago porvenir. Mi padre y mi madre murieron hace diez años en un accidente automovilístico, yo tenía veinte años en esa época, y ese verano me había quedado en casa de mis tíos mientras los tres viajaron en auto a la Bretaña francesa. El informe pericial aseveró múltiples contusiones en el caso de mi madre y muerte por decapitación por parte de mi padre, mi hermano no sufrió mayores magulladuras por encontrarse a buen recaudo en la parte posterior del auto, él tuvo que presenciar al detalle como la cabeza de mi padre caía hasta ubicarse a su siniestra, mientras mi madre agonizante solo pensaba en ver si su hijo había salido a salvo; sus últimas palabras fueron: “Tu hermano te cuidará”, y desde ese entonces, dejé todo y cuidé de él hasta sus últimos días de vida.
En aquel martes, un día después del entierro de Elías, todo era desolador, un vacío inexplicable rondaba mi mente y mis visiones de la casa.
Era natural me decía, mientras vagaba como desorientado entre el patio y la sala, como recordando aquellas épocas de dicha y gloria.
Mi abstracción era más poderosa que mis ganas de vivir, no me percataba si el día era día o la noche era noche; fue solo querer seguir pensando en ellos mientras aquel vacío seguía profundamente en mí, como inseparable estigma que me mantenía turbado de la realidad. Suponía que era natural tal acontecimiento, mis familiares me dijeron en el tanatorio que podía vivir con ellos, hice caso omiso, las llamadas posteriores del teléfono eran implacables, las pocas veces que decidía cogerlas nadie me hablaba, era extraño, pero como todo lo demás, ya no me interesaba.
El cansancio ya estaba haciendo mella en mí, el insomnio había poblado los últimos días posteriores a la despedida de mi hermano. Mi cama parecía aguardar mi presencia desde días, yo fui hacia ella abatido con el fin de poder recuperarme cuando menos físicamente. Esa misma noche tuve un sueño espantoso. Era un sueño hostil, inmundo, virulento y profano a mis pensamiento recién sensibles, mi hermano estaba allí famélico y con bata blanca arrastrándose por el piso de la sala de un hospital, su rostro era indescifrable, retorcido, desorbitado ante el dolor que le provocaba esa pulmonía malferida, no hacía más que mirarme y mover la boca deformadamente, mis lágrimas caían descontroladas, solo podía verlo, mas intentar tocarlo era inútil, no lograba ni atinar una menuda caricia a su desdichado momento. Yo traté de huir, me distanciaba más y más tropezándome entre pasadizos y estancias médicas hasta que terminé en la calle, como volando mientras que los demás eran como sombras que ni se fijaban en mis actos descarnados por huir de aquel fatídico episodio.
No podía soportarlo, aquel sueño no parecía tener fin, trataba de buscar refugio, cuando me detuve y no sabía por qué estaba huyendo, solo miré hace unos instantes a mi hermano sufriendo por tan desdichado dolor mientras solo se me ocurrió correr… no me lo pude perdonar, fui raudamente a buscarlo, traté de ubicar el hospital pero no lo podía avistar; las personas seguían ahí en la calle, más que personas parecían un panorama estático de rostros extraviados en la inmundicia de mi imaginación; por fin había llegado al hospital, traté de serenarme y poder volver a ver a mi hermano con pasividad, quise darle noticias halagüeñas de su pronta mejora, cuando menos subirle el ánimo, antes de eso fui al tópico a arreglarme un poco, cuando al echarme algo de agua al rostro y a punto de verme al espejo desperté sin poder ni siquiera abrazar a Elías.
El despertar me resultó extraño y amargo, no pude obviar que tenía lágrimas en mi rostro de tan salvaje pesadilla, tenía que superarlo, eso me decía, pero no sería fácil.
—¡Los sueños, sueños son! me repetía a mí mismo.
Quise empezar bien el día y traté de distraerme leyendo el periódico, estuve toda la tarde sentado en el sillón cuando torpe fue mi memoria al postreramente percatarme que aquel diario era de hace unos días, eso no me importó mucho, solo quería distraerme. La tarde era muy tranquila, ni los pájaros cantaban como solían hacerlo en los árboles de mi jardín, cerré las ventanas, en la calle no había nadie, hacía mucho frío como para salir a pasear. A pesar de ese sueño y los instantes de silencio no podía evitar sentir ese vacío inexplicable que rondaba la vieja casa de mis padres; me hallé en la disyuntiva si conservarla y seguir viviendo allí entre desventuras y sufrimiento, o venderla para poder huir a algún lugar donde pueda volver a empezar de nuevo y lejos de mi funesta suerte.
Horas más tarde la noche llegó a cubrir más la soledad de mi hogar, el día había pasado velozmente entre recuerdos, lecturas y sentimientos encontrados de algo que evidentemente todavía no podía superar. Quería pensar que la pesadilla de la anterior noche fue producto de los recientes acontecimientos, que tal maldición no podría acaecerme todo el tiempo; ya adormilado, presto y con una taza de té me dispuse a echarme en la cama, cuando dejé mi lectura y mis gafas en aquella vieja mesa de noche, el sueño invadió inopinadamente mi ser.
Al despertar, todo era diferente, la luz del sol me hizo abrir los ojos de manera apabullante, los ruidos en la sala me hicieron levantar rápidamente, y al salir de la habitación: no podía creerlo, era mi madre, ella estaba en la cocina preparando el desayuno, mientras mi padre se hallaba sentado en una silla del comedor con el periódico entre sus manos; no podía dar crédito a mis ojos, bajé y fui bajando mientras los veía discutir, mi padre soportaba silente las bravatas de mi madre sobre el destino que les había tocado vivir, el solo escuchaba sin deslizar un mero sonido, su rostro se mostraba triste, perturbado, mientras ella lucía indomable, levantando cada vez más la voz; era ininteligible, no se escuchaba con claridad pero infería que no era una conversación calmada.
Fue en ese instante cuando mi padre levantó la mirada y se fijó en mí, fue una mirada tan fría que era obvio que no quería transmitirme nada, mi madre al fijarse en sus ojos volteó para verme, ella fue afilando la mirada y arremetió contra mí gritando desconsolada.
¡Mira cómo estoy, mira cómo estoy! ¡¿Por qué no lo entiendes?!
Ella no dejaba de repetirme aquellas palabras incontablemente, yo observaba sus manos cogiendo mi solapa mientras trataba de evadir sus golpes. No tenía que decirme más; esas palabras fueron suficientes, estaban decepcionados de mí, de la muerte que provoqué por no cuidar a mi hermano como ellos lo hubieran hecho. Fue pensar en eso fugazmente cuando otro grito de ella me hizo volver a la situación, yo estaba casi inclinado y ella se mostraba indomable, muy irascible; me odiaba, se veía en sus ojos, y fue en ese preciso momento que, al intentar mirarla para refutar sus sentencias acusantes, me hallé nuevamente en mi cama, fue todo un mal sueño otra vez.
Era más de lo que podía soportar, el miedo, la angustia, el temor de progresivamente quedar loco rondaba por mi mente, ya eran dos noches con lo mismo cuando de pronto me hallaba en la sala, no recordé si me había levantado y me dirigí hasta aquí, o simplemente aparecí como encantado por una mente abrumada a causa de la desdicha de estas infelices pesadillas que no me dejaban tranquilo. Fui presuroso al despacho de mi padre, traté de buscar ansiosamente la tarjeta del doctor Espinosa, él fue psicólogo de Elías y buen amigo de mis padres, estaba seguro de que podría ayudarme a culminar con estos sueños malhadados y esta fatiga existencial, encontré su tarjeta en el primer cajón y me dirigí presto a llamarle; no me respondía nadie, insistí por largo tiempo pero luego desistí. El día pasaba y me trataba de distraer por ratos para tiempo después volver a lo mismo; sin embargo, esa tarde nunca nadie me respondió. Tal vez cambió de número o no trabajó hoy, me decía consolante, de todas formas, no quería estar más solo en esa casa y con esa sensación de vacío inexplicable a mi alrededor; fue de pronto que se me ocurrió buscar a mi buen amigo Augusto, él vivía muy cerca de mi casa y no le pude participar de la muerte de mi hermano por lo repentino que fue todo. Sin más ni más, alisté mis cosas y me fui a visitarlo.
Una vez en la calle, la luz y las vistas me parecieron más tranquilas que mi infernal vivienda, caminaba y caminaba, el gran parque de la calle central se hizo interminable, luego de un momento mi visión empezó a nublarse, había estado mucho tiempo a oscuras, fue en ese instante que me puse a reflexionar, no pensé que fuese justo visitar a mi gran amigo solo para atosigarlo con mis relatos desdichados, el parque no parecía tener fin, las calles lucían solas, a lo lejos veía niños jugando con sus mascotas que no me quitaban la mirada de encima, era inoportuno pensar en esas nimiedades. Una vez llegado a su casa, toqué su puerta para darle el milagro de mi visita, pero al parecer nadie estaba.
 —¡Hoy no fue mi día! exclamé, después de insistir por unos instantes más me retiré a mi domicilio algo decepcionado.
Antes de llegar, quise pasear por las calles que hace días había dejado olvidadas por pensar en la muerte de mi hermano, a pesar de que el viento remecía las ramas de los árboles no tenía la sensación de frío, hasta mi organismo se hallaba concentrado en los sueños escalofriantes que había tenido que soportar durante dos noches, sabía que todo esto pasaría, la pregunta era cuándo. Llegué a la casa culminada la tarde, pensaba en cómo ubicar al doctor Espinosa y en lo ingrato que yo había sido con mi amigo Augusto, no me percataba de lo que hacía, mientras cogí el teléfono para dejarle un mensaje a Augusto, temía que llegase la hora de dormir; de todos modos, tenía que hacerlo, caminar toda la tarde me había dejado rendido; me eché a leer nuevamente pero no recordaba en qué hoja del libro me había quedado ayer, incluso sobre qué había leído.
Todo era inútil, mi atención por las cosas simples volvería con el tiempo, tenía que soportar este dolor hasta que durase e inclusive aguantar estos sueños que con los días se disiparían en mi olvido; pronto me fui a la cama, quise buscar dormir y poder empezar mejor el próximo día. Mi mente se fue extraviando en un laberinto de nubes que fui cruzando mientras los minutos y horas pasaban sosegadamente. Abrí los ojos, me recibió un brillante cielo azul con un sol majestuoso, era un cementerio, me encontraba en un cementerio, al abandonar mi posición recostada, caminé por sus alrededores viendo las inscripciones y lápidas que yacían impregnadas en el césped frío y desolador del prado; cuando, de pronto, fue mirar hacía la distancia y ver a mi hermano sentado contemplando aquel mausoleo en el cual una vez lloramos a nuestros padres, ellos estaban ahí dentro; al acercarme le cogí el hombro a Elías para transmitirle mi mutuo pesar, él tocó mi mano.
¿Por qué paras ausentándote tanto? —me preguntó Elías.
Yo no le pude entender y tampoco quería, solo me sentía culpable por el daño que le hice, por el mandato incumplido de cuidar a mi hermano, mis padres estaban decepcionados de mí y eso no podía soportarlo.
De pronto, una mano trémula toco mi hombro, mi hermano que estaba al lado mío lo miró, e inmediatamente yo lo hice; era mi padre, mi padre que había llegado a mis sueños para estar conmigo, yo lo miré entristecido y lo abracé muy fuerte, tan fuerte que no pude evitar el llanto, mientras iba apretándolo más, veía a la distancia como mi madre llegaba con su rostro ensangrentado como en aquel día de su accidente, era horrendo, ella no me miraba, solo caminaba errante a la distancia, y al mirar a mi hermano nuevamente lo vi lánguido y ojeroso, como en aquel momento de su muerte en el hospital.
Deja de soñar —dijo entonces con insistencia una voz que parecía la de mi padre.
Eso retumbó hasta lo más profundo de mi ser y me hizo despertar otra vez, estaba ahora en la cama, mi rostro estaba sudoso y mis manos temblando, me levanté hacia el tocador para lavarme la cara mientras en mi memoria vagaban aquellas últimas palabras proferidas por mi padre en tan aberrante pesadilla; una vez en el baño, me di cuenta lo que muchos no se percatan prontamente, había una soga que colgaba ensangrentada en el techo de la bañera, y mientras me miré en aquel espejo, mis ojos se hallaban sobresalidos de su posición original, mientras las marcas de aquella gruesa soga habían dejado su huella en mi cuello ensangrentado; y fue, en ese momento, cuando me di cuenta de que todo este tiempo había soñado que estaba vivo.

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viernes, 4 de mayo de 2018

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viernes, 27 de abril de 2018


El relato prohibido de las lavandeiras
(Cuarta Parte)

De Ocram Zamor

Todas esas palabras emanadas de Octavio dejaron a mi abuela sencillamente estupefacta. Ni en sus peores pesadillas imaginó el día en que su amado esposo le esté contando aquellos sucesos extraordinarios que no la volverían a dejar igual. No solamente era aquella historia, era su esposo, su hijo, un conjunto de ideas desorientadas le fueron surgiendo en la mente, tan desquiciante pudo haber sido todo lo que le contó, que el silencio era la única respuesta plausible para tal narración sobrecogedora.
—¡Dios mío Octavio! Pero qué me estás contando. ¡¿No te das cuenta de que todavía no te recuperas del todo, y que tal vez estés teniendo alucinaciones?! No puede ser nada de lo que me cuentas. Seguramente nuestro hijo tuvo un accidente o quizás fue raptado por una familia… no lo sé, pero no me digas todas estas cosas porque todavía sé que puede volver.
¡Nuestro hijo nunca volverá Carmen! ¡fue ahogado por esas brujas en el río! — dijo mi abuelo con rostro serio.
¡Cállate Octavio!
—¡Es cierto!
—¡No! ¡Cállate!
—¡Esas ancianas viven malditas! Solo lavan las ropas de las víctimas que han asesinado. Por eso vimos la ropa ensangrentada de nuestro hijo en el río. Ellas nos conocen, Carmen, saben todo de nosotros. Solo esperan a que nos acerquemos a ellas para dar rienda suelta a toda su malignidad.
—Pero qué estás diciendo Octavio— decía mi abuela sin dejar de llorar.
—Es la verdad, Carmen.
Un silencio inesperado cubrió esa mañana la casa de mis abuelos. Mi abuela lloraba, mientras mi abuelo solo la contemplaba. Él se sentía mal, nunca había hecho llorar a su esposa, pero tampoco nunca había necesitado decir las cosas tan claramente. El dolor lo consumía, el recuerdo lo enloquecía, y ella, era la única que podía ayudarlo.
—Carmen, te dije que después de tropezarme en aquel bosque desperté dentro de una cabaña. A medida que iba reaccionando, noté que una persona estaba en frente de mí con el rostro cubierto por su cabello. Al pestañar me di cuenta de que ya no se encontraba en aquel lugar. Eso me hizo pensar que se había ido a la otra habitación. Traté de pararme, pero no podía, sentí un ardor en la pierna que me impedía hacerlo. Eso me dio tiempo para notar lo que estaba a mi alrededor. Cuando comencé a darme cuenta, estaba en mi habitación, nuestra habitación. La misma cama de dos plazas que nos acompañó desde que nos casamos aquel veinte de agosto. La misma lámpara que reposaba sobre la mesilla de noche. Todo era mágicamente mi hogar; había vuelto, me dije. Pensé que todo lo anteriormente vivido fue una pesadilla, por lo menos así quise creerlo. Sin embargo, algo faltaba, supuse inmediatamente que aquella persona que desde hacía un momento se había encontrado enfrente de mí, eras tú. No esperé ni un segundo desde que lo comprendí para llamarte exclamativamente. Quería abrazarte, deseaba besarte y contarte cada vivencia aterradora que viví por querer buscar a nuestro hijo. En verdad Carmen, pensé que me encontraba en casa.
Al no dejar de llamar, sentí como esa persona entraba nuevamente a aquella habitación donde me encontraba. Eras tú, Carmen, tú, tu cabello lacio, el cerquillo en tu frente y la blancura de tus manos, eras tú… A medida que te ibas acercando no esperé a que llegaras, rápidamente me acerqué a abrazarte, abalanzándome para entregarte mi vida. Por un instante, sentí toda esa emoción de poder estar entre tus brazos, quise sentir plenamente tu ser al ir acomodando mi cuerpo en el tuyo, mientras te iba diciendo lo grato que era estar de nuevo a tu lado y en casa. De pronto, ocurrió algo que no podía creer. Ese olor nauseabundo nuevamente comenzó a recorrer mi olfato e inundar toda esa habitación, aquel olor pestilente que incluso ahora podría identificar. Fue en ese preciso momento cuando tus brazos comenzaron a cobrar fuerza y a coger fortísimamente mi espalda. Esa tenacidad me paralizó, noté como lentamente tu mentón se iba acomodando en mi hombro para que tus labios llegaran a mi oído. Fue en ese instante que lo supe. No eras tú Carmen.
Ya no volverás a ver a tu esposa, ya no volverás a ver a tu hijo. Ambos están muertos como lo estarás tu dentro de poco—me dijo aquella voz.
—Antes de morir… ¡Mira el pasado!, míralo bien, ¡Mira el presente! ¡Mira el futuro!
Mis ojos se comenzaron a nublar, un espasmo comenzó a invadir mi ser. Vi nuevamente a nuestro hijo, con su cabeza dentro del agua tratando de salir sin poder lograrlo, vi toda la orilla del río lleno de lavandeiras, cada una lavando la ropa de las víctimas que habían asesinado. Había ancianos, mujeres, niños y bebés, fue horrible. Cada una con la misma mirada, como si todas fueran la misma, frotando con rostro de apuro y mirando fijamente el objeto que aseaban. No podía hacer nada en todo ese ambiente macabro. Mis músculos no me obedecían y permanecieron dormidos mientras mi mente seguía viendo todo lo que esa mujer me mostraba. Fue en ese momento que miré a tu amiga Matilde entre toda esa muchedumbre infernal. ¡Ella también era una lavandeira! La vi frotando y frotando las ropas de su nieto, y antes de eso, pude presenciar la manera horrenda en cómo lo mató. Aquel niño solo gritaba abuela, abuela, mientras que ella lo iba dejando poco a poco sin respiración dentro del agua.
¡Ella se encontró con nuestro hijo aquel día! ¡Ella se lo llevó hacia aquellas montañas para matarlo! Fue ella, Carmen, fue Matilde.
El rostro de mi abuela palideció aún más, ya no tenía fuerzas ni sentido común para replicar lo narrado por mi abuelo. No obstante, él debía continuar y así lo hizo.
—Fue ver a Matilde en aquella visión y reaccionar de mi parálisis y mutismo. Súbitamente, un grito descontrolado salió de mí para gritar ¡Matilde! De pronto me di cuenta de que aquella persona repelió aquel nombre, como si no pudieran escucharse los nombres de ellas mismas. esa persona era Matilde. La logré ver cuando reaccioné. Un segundo fue suficiente para salir corriendo de aquel lugar, continué corriendo por los bosques sin parar, mientras aquellas palabras continuaban hablando en mi mente. Ahora, sé que claramente era la voz de Matilde la que me hablaba; yo solo corría y corría sin parar. Su voz no dejaba de sonar en mi cabeza cada vez más fuerte, como odiándome por escapar de ella. ¡No podrás escapar de mí! ¡corre! ¡No podrán escapar de nosotras! ¡corran! ¡Sé que tienen otro hijo! ¡lo sé! ¡Pronto el también estará aquí!
Sus palabras las puedo recordar hasta ahora, me persiguen hasta cuando duermo. Carmen, debemos irnos de este lugar. No dejé de correr hasta caer a las afueras del pueblo donde después me encontraron. No sé si eso me salvó, o me maldijo de por vida.
Todas esas palabras proferidas por mi abuelo aquella mañana durante su desayuno, me fueron contadas en estos tiempos por mi abuela. Ese día, Manuel, mi padre, escuchó escondido en la escalera lo que le había pasado a mi abuelo y a su hermano. Esa semana se mudaron fuera del pueblo. Hoy, mientras mi abuela agoniza en aquella cama, iluminada en su mente por aquella lámpara que ya no enciende. Una maldición sigue con vida a pesar de que ellos ya no estén. El inevitable retorno de las lavandeiras, pues, mi abuelo, antes de morir, le contó a mi abuela que, mientras huía de Matilde, pudo ver como un bebé moriría a manos de aquella bruja. Mis abuelos vivieron el resto de sus vidas pensando atormentados que la próxima víctima sería mi padre o yo. Y ahora, yo vivo pensando desquiciadamente de que esa víctima pueda ser mi hija.

Gracias por haber leído esta lectura. Sigue mi blog porque tendré más cuentos extraños para ti.
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viernes, 20 de abril de 2018


El relato prohibido de las lavandeiras
(Tercera Parte)

De Ocram Zamor

 Pasaron unos días mientras Carmen yacía en su habitación conyugal atendiendo a su esposo. Octavio hablaba poco, pero con el correr del tiempo lo hacía más. Lo único estable fue aquella mirada con la que siempre miró a Carmen. Ella, sin embargo, no hacía más que atender las magulladuras con fino tacto cada segundo que ahora volvía a tener a su marido. No obstante, las noches eran diferentes, los súbitos escalofríos, los raudos despertares gritando de la nada, sin motivo aparente. Las pesadillas de Octavio no hacían más que recordarle todo lo que había presenciado en su decisión de ir a buscar a su hijo Carlos. Gritaba constantemente sin querer. Decía: ¡Brujas, brujas! ¡Suéltenme! ¡Mi hijo! ¡Dónde está mi hijo! Cada grito suyo era una lágrima de mi abuela. Él no podía tapar el sol con un dedo, tenía que contar lo ocurrido a su esposa, y eso pensó hacer. Un buen día, ella se sorprendió al verlo sentado en la mesa del comedor. El reloj marcaba las siete de la mañana, y él, desde que vino, no se había levantado tan temprano de la cama. El café ya estaba en la mesa, los panes y bollos con azúcar calientes y listos para ser desayunados. Era algo que mi abuelo solía hacer, pero desde hace mucho tiempo no lo hacía. En cambio, Mi abuela se notaba sorprendida, la sorpresa le agradó, pero aún así, le parecía algo sospechoso todo eso; no obstante, era su esposo, y más que una duda repentina, fue una satisfacción anhelada.
Una vez en la mesa, él le habló poco, ella trataba de no presionarlo y desayunaba tranquila mientras le lanzaba miradas discretas para no incomodarlo. A pesar de eso, mi abuelo Octavio dejó a medio tomar su taza de café para coger la mano de mi abuela.
—Tengo que contarte lo que pasó Carmen— Le dijo él.
—Octavio. Si todo lo que te sucedió te trae malos recuerdos, prefiero no escucharlo por ahora. El semblante de mi abuelo cambió repentinamente. Mi abuela me contó que el insistió. Era obvio deducir que no quería volver a ocultarle nada.
—Carmen, antes de contarte todo esto, necesito que creas todo lo que te pienso decir.
Ella frunció el rostro, no se esperó esas palabras.
—A qué te refieres Octavio, yo siempre he creído en ti.
—Carmen, lo que te pienso contar, es posible que ni yo lo tenga bien claro. Pero, aún así, solo puedo decirte que estoy seguro de haberlo presenciado.
Un silencio recorrió aquel ambiente de la antigua casa de mis abuelos. Ella se quedó callada y quieta después de que al terminar aquellas últimas palabras su esposo le besara la mano.
—Carmen, cuando desperté esa mañana de la cama y me fui dejándote esa nota me prometí a mi mismo no volver a la casa hasta traer a nuestro hijo. Sabía que no iba a ser fácil, pero quise intentarlo. No hubiera podido seguir viviendo sin hacerlo. Ahora, por favor, escúchame y presta mucha atención a lo que te diré.
Lo primero que pensé fue en ir al pueblo para preguntar en la comisaría dónde pudo haber desaparecido mi hijo. Ellos no supieron ser exactos. Era notorio que lo daban por muerto. Eso lo evidencié en sus expresiones, y cada vez el muerto más parecía yo. A pesar de eso, obvié hablarles más y me enrumbé colinas arriba. No te lo dije para no asustarte, pero semanas después de la desaparición de Carlos tuve sueños horribles e inexplicables de lo sucedido. Soñaba con cuevas, ríos, montañas, y unas extrañas mujeres que rodeaban entre velas a nuestro hijo. No obstante, de parecer personas comunes y corrientes de espaldas, sus rostros eran abominables. Eso me recordó a las leyendas que me contaba mi abuelo sobre las meigas o brujas: Las brujas que lavan los restos de las personas que han asesinado.
Hasta ese momento, solo eran recuerdos de leyendas de locos que me contaba mi abuela a la luz de la luna en nuestra casa, pero, en mi desesperación por encontrar a Carlos, y aquellos sueños que no dejaban de acosarme, fui creyendo en esa posibilidad más y más.
Fue así como me dirigí hacía allá, y mientras lo hacía, a las afueras del pueblo, me fui encontrando con personas que tú y yo conocíamos. Algunas ya casi ni recordaba. La señora Hipólita, el señor Alberto y sus hijos, por ejemplo. A cada uno le fui contando mi agonía. Cada uno me fue dando sus condolencias, mientras algunos sus recomendaciones. En ese instante, me encontré con una señora que me dijo que era amiga tuya. Se llamaba Matilde, me mencionó tu nombre y que te conocía de las compras en el mercado. Me explicó que se había mudado a las afueras del pueblo porque lo encontraba más apacible para vivir. Al contarle nuestra situación. Ella no pudo evitar llorar y sentirse identificada con aquella circunstancia. Me dijo que había pasado por lo mismo cuando se mudo hace años, pero que no quiso avisarle a nadie. Había perdido a su nieto. Una mañana desapareció de su casa y jamás volvió. Fruto de aquello, los padres de la criatura; es decir, su hijo y su esposa, se alejaron de ella. La historia me pareció conmovedora. Al igual que nosotros, Carmen, ella no tenía la culpa de nada.
Fuimos a su casa, me invitó a almorzar, y cuando iba comiendo, algo me pareció sorprendente. Me dijo que estaba segura de que habían raptado a su nieto. Dijo que habían sido las lavandeiras. Ella también había crecido con esas historias al igual que yo. No lo podía creer; luego de eso, me fue contando que, por las montañas del pueblo, había pequeñas comunas agrícolas, y en la naciente del río que llega hasta estos lugares, se encontraban aquellos seres. Me explicó que no era sencillo verlas, y que incluso, ellas me iban a encontrar a mí antes que yo a ellas. Eso me asustó y a la vez me envalentonó, si no tendría a mi nieto, al menos quería venganza.
Llegado el momento, me fui colina arriba. Volví a encontrarme con granjeros que iba conociendo de mi trabajo antes de jubilarme. Sin embargo, con ellos la charla fue pausada, el trabajo excesivo no les permitía interesarse en nada que no fuera descansar y estar con los suyos.
—Espera Octavio, no entiendo… ¿Fuiste a ese lugar? ¿Sabes al peligro que te has expuesto?
Una descompensación albergó la cara de mi abuela, se tocaba el rostro con la mano después de haber, hace unos momentos, escuchado con atención lo que decía su esposo.
—Creo recordar a Matilde, pero hace mucho tiempo que no la veo. Ella conoció a Carlos y a Manuel. Aun así, Octavio. Todo esto no tiene sentido— replicó mi abuela.
—Carmen, por favor, déjame seguir contando esto, es importante para mí. Al ir subiendo, me fui por el camino de herradura por el cual van los agricultores que viven en las montañas, esas personas son muy hoscas y no hablan mucho. Sin embargo, uno que otro me fue indicando el camino adecuado para no perderme. Estaba cansado, con hambre, tenso. No obstante, mi deseo por saber quién pudo hacerle eso a nuestro hijo pudo más que mil penurias. Ya en medio del monte, no perdía de vista el más mínimo detalle del paisaje, Poco a poco se iba nublando todo, miraba los árboles, los animales, y, sobre todo, el río. Aquel río que me iba pareciendo más misterioso, encantador, horrendo. El agua corría incansable, y, mirando desde las alturas, pude ver como este llegaba hacia el pueblo.
No sabes la cantidad de horas que caminé hacia ese lugar, era increíble, pero me pude dar cuenta lo inmenso y oculto que eran esas montañas que, a pesar de estar cerca al pueblo, no suele ir prácticamente nadie. En ese lugar era posible que cualquiera desapareciera. Los árboles, el espesor de la maleza, la niebla, todo era más denso a medida que uno iba subiendo.  Y fue en ese momento que escuché algo fuera de lo común. A medida que me iba adentrando más, iba oyendo el sonido del río, era un sonido tranquilo, pero, había algo más que no reparé al principio en descifrar. Con el pasar de los segundos, el sonido aquel se fue pareciendo al frotamiento de manos sobre algo, daba la impresión de que alguien estaba lavando. Mis ganas de tratar de escuchar bien pudieron más que mi miedo y mi intriga, y mientras mi mente se fue nublando del todo para concentrarse en ese sonido, me encontré con la parte naciente del río, y puedo jurar, que allí, cerca, entre las rocas, una anciana se encontraba reclinada mirando lo que iba frotando con empeño incesante. Fue mirarla, pestañar, y aquella imagen, desapareció enfrente de mis ojos.
Yo estaba seguro de que la vi, Carmen, la vi, bastó un segundo para ver a una anciana delgada, con una especie de camisón antiguo. Su pelo era blanco y muy largo, y creo, estoy casi seguro, que en vez de ojos tenía dos fosas oscuras. Fue aterrador...
—¡Octavio! ¡basta! Qué es lo que estás diciendo. Has ido a buscar a nuestro hijo, y al subir te has caído. Seguro eso fue lo que pasó en realidad— dijo mi abuela alzando la voz.
—No Carmen, no. Me gustaría creer lo mismo, pero todo lo que te cuento es real. Con el pasar de los segundos el miedo me inundaba, quería volver, pero algo me impulsaba a seguir. Me daba cuenta de que estaba cerca de desvelar este misterio. Por fin Carmen, por fin sabría qué pasó en realidad.  
Sin embargo, el valor con el cual te cuento ahora las cosas no existía en el momento en que vi a esa anciana. Cuando desapareció, solo me percaté que los tupidos árboles se encontraban a mi espalda, y frente a mí, todo un panorama descampado de piedras y tierra. El río casi naciente estaba muy cerca de donde me encontraba, no había nadie más que yo y ese tétrico viento que helaba mi sangre. La niebla poco a poco volvía a cubrir el paisaje, mientras yo, con el poco valor que me quedaba, fui a las orillas del río, justo en el mismo lugar donde supuestamente estaba aquella mujer.
Me senté en aquel lugar, observé todo a mi alrededor, y cuando me disponía a pararme para volver, noté un olor extraño en la ubicación en donde me encontraba, parecía un olor a podrido, un olor pestilente que poco a poco iba sintiendo más. Fue en aquella situación que pegué un ligero salto. ¡El agua! ¡el agua! Tenía una ligera coloración rojiza justo en el lado en donde me encontraba. De pronto, algo cogió fuertemente mi nuca llevándome directamente hacia dentro del río. Eran segundos interminables, quise soltarme, pero eso que me cogió era más fuerte que yo, no podía ver nada más que agua. Cuando abrí los ojos dentro del río, vi que toda estaba roja. Hasta en esa situación, sentía aquel olor pestilente y añejo. Era diferente a cualquier otro olor antes percibido por mí. Aquel instante, comencé a escuchar voces que me hablaban dentro del agua. Decían: Carlos, Carlos, Carlos, era el nombre de nuestro hijo pronunciada por muchas voces como en un coro infernal. Todo lo que te cuento se iba dando simultáneamente al querer soltarme de aquello que me estaba pretendiendo ahogar. La lucha fue constante en todo ese momento, aquellas manos que rodeaban mi nuca eran frías, toda el agua se estremecía entre mis intentos de salir, y aquellas voces que no hacían mas que llamar a mi hijo.
Justo entonces, como si se tratase de una especie de película, comenzaron a venir a mi mente imágenes aterradoras. Fue como estar teniendo una pesadilla en el agua. ¡Era Carlos! ¡era mi hijo! lo vi en las orillas de un río. Lo vi Carmen, vi como mataron a nuestro hijo. Era horrible ver su cuerpo siendo ahogado por una de esas criaturas. Primero lo miré hablando con una anciana a las orillas del río, y luego, la escena cambió bruscamente al verlo sumergido tratando de salir, mientras que una de esas mujeres enterraba sus manos en su cuello hasta verlo morir. Miré todo eso cuando mi cabeza estuvo bajo el agua, como si el río me revelara lo que en realidad sucedió. Eso, y solo eso me dio fuerzas para seguir luchando, y en algún momento de aquella batalla logré emerger a la superficie. Fueron momentos interminables, y te podría jurar, que cuando salí, observé enfrente de mí, justo al otro lado del río, a varias mujeres con rostro cadavérico lavando y lavando ropa. A medida que las iba mirando, todavía sentía a aquellas manos que ya iban rodeando mi cuello. Todas lavaban y crujían sus huesos sin mirarme. En ese instante, una fuerza de muy dentro de mí surgió, y logré pararme para salir despavorido con dirección a la parte boscosa.
Solo recuerdo como iba corriendo sin parar, corría y corría hasta que los árboles cubrieron mi cuerpo, pero al mismo tiempo que iba huyendo, sentía aquellas manos frías en mi cuello. Además, iba escuchando esas voces que gritaban el nombre de nuestro hijo, y un gotear incesante en mi cuerpo, pero no de agua, sino de sangre. Sentí claramente que estaban siguiéndome sin estar ahí, justo en ese momento una rama enraizada al suelo me hizo caer. Lo demás no lo recuerdo con exactitud, solo el despertar en una cama estrecha dentro de una cabaña, mientras alguien iba saliendo de lo que parecía una cocina con el rostro cubierto. 

No te olvides que el próximo viernes tendremos la cuarta y última parte de esta aterradora historia.
Puedes continuar leyendo más relatos de terror y misterio en el libro Cuentos Extraños.

viernes, 13 de abril de 2018


El relato prohibido de las lavandeiras
(Segunda Parte)

De Ocram Zamor

Ahora, después que todo lo anteriormente relatado forma parte de un amargo recuerdo, las reminiscencias sobre mi abuelo son como fantasmas que no puedo sacar de mi mente. No solo murió cuatro años después de aquel suceso deprimente en la cocina. Sino que me dejó un legado de misterio sobre aquellas mujeres: las lavandeiras. Y la participación de estas en la desaparición de Carlos, su hijo. Era algo que hasta ese entonces no me quedaba claro. Además, estaba ella, mi abuela, con la delicadeza y vigor que le da el pasar del tiempo a una mujer.  Su recuerdo por mi abuelo parecía inquebrantable, su amor, ileso. Pero aquella tarde que él se desplomó en la sala, víctima de aquel traidor ataque cardíaco, ella decidió convertirse en parte del pasado; ese pasado que tanta felicidad le dio, ese pasado que la forzó a no pensar más en el presente o en el futuro, y guardar aquel secreto, que mi abuelo supo llevarse prudentemente a la tumba.
Cómo hubiera querido estar allí, cómo hubiera deseado nacer en aquellas épocas cuando la desesperación inundaba a los míos. Ellos lo habían sido todo para mí, todo… Eso me enseñó a no creer en milagros, a no pensar en finales felices. Había pasado ya mucho tiempo desde que nadie supo nada, y ahora, el nombre de Carlos era solo un recuerdo atesorado en las tristezas de una pobre anciana, mi abuela. Y yo, un preso de aquella desdicha que solo anhelaba consolarla como lo supo hacer mi abuelo.
Nunca lo hice como él, eso lo sé… yo no era él, ni él era yo. Ahora me hacía cargo de ella, ahora que yo ya era un hombre, en aquella habitación iluminada de nostalgias, en la misma lámpara que alumbraba recostada en la mesa de noche. Mi abuela me miraba, me decía lo alto que ahora estaba, pero yo solo quería saber más, tener soluciones a aquellas nostalgias nocturnas que ella no podía frenar. Ahora su Octavio no se encontraba a su lado. y yo, era lo único que le quedaba de él.  
Una noche, al llegar del trabajo, herví agua en aquella tetera de barro que ella tanto cuidaba, el sonido de su ebullición era semejante al llanto de Carmen, mi abuela. Al subir el té caliente por las escaleras, la vi tejiendo una bufanda ploma ya casi terminada. Era para mí, ella quería que siempre esté abrigado. Ella había sido madre, y todavía recordaba esa clase de amor. Le agradó que llegara temprano y que le preparara algo, no se lo esperaba… Fue justo en ese momento que me atreví a preguntar aquello que desde hacía mucho tiempo me atormentaba. Me pareció pertinente por verla tan dispuesta al dialogo. Le pregunté sobre aquellos días en los cuales mi abuelo se decidió en ir a buscar a su hijo. Esa pregunta enfrió más aquella noche de junio. Ella me miró, como queriendo buscar en mis ojos los momentos de aquellas épocas. Por un instante me arrepentí de tremenda osadía, no era nadie para trastocar la tranquilidad de una persona que había elegido vivir en el pasado y abandonar el presente. Era aquella duda impulsada por mi impotencia de no hacer nada la que me empujó a tal dislate. No obstante, ante el calor de sus manos y mi sincera interrogante, ella solo atinó a decirme lo inesperado: te lo voy a contar hijo mío.
Esteban me dijo.
Nunca quisimos decirte nada sobre este tema, tu abuelo jamás deseó que formes parte de tal pesar. él quería que crezcas feliz y dichoso en nuestra casa, en esta naturaleza frondosa de la cual somos privilegiados de disfrutar día a día. él trabajó mucho para darle a sus hijos lo mejor, y eso lo logró con tu padre, pero, él decidió irse. Este pueblo le traía constantemente los recuerdos de tu madre. Y eso era algo que yo comprendía bien: recordar... Sé que piensas en él, pero créeme cuando te digo que él también piensa en ti, pero a veces los recuerdos son más fuertes que uno. Esta casa está llena de ellos, y quisimos que solo nosotros padezcamos de eso y no tú.
Todavía recuerdo aquella expresión de su rostro mientras ella se disponía a decirme todo.  
Ahora, te contaré lo que pasó aquella vez en nuestro pueblo, aquella ocasión cuando tu abuelo partió colinas arriba a desvelar tercamente aquel misterio que tiempo después él mismo me contaría. En esa época, yo no dejaba de llorar. Ahora, eso ya es un hábito que uso poco. Con el tiempo aprendemos a llorar por dentro para no dañar a los que amamos, y yo te amo hijo mío, te amo, y por aquel amor que te tengo, te diré todo lo que ocurrió.
Tu abuelo no podía resistir verme todos los días triste, mi inquietud se tornaba desquiciante con el pasar de los días. Íbamos a la delegación del pueblo, preguntábamos a los vecinos, salíamos de noche con los perros a buscar a nuestro hijo, mas no encontrábamos nada, todo resultaba inútil. Con el tiempo, la policía cerró el caso, la gente ya no se iba acordando del tema, a pesar de habernos ayudado en la búsqueda. Al final de todo, nunca los culpé. Todos olvidamos lo que no nos afecta, y cuando lo volvemos a recordar, ya no nos suele interesar. Solo quedábamos tu abuelo y yo, mientras tu padre, jugaba tan inocente como su edad en el piso de la sala. Era verlo y sentir aún más pena, no podía controlarme, nunca lo pude hacer. Tu abuelo me conocía mejor que yo, él se castigaba por haberlo dejado salir aquel día que desapareció. Aunque eso, también fue un truco suyo para yo no sentirme culpable.
Un día, al despertar, Octavio no estaba a mi lado, solo una carta encima de la almohada crema, con aquella fragancia que solo podía pertenecerle a él. Fue leerla y morir mil veces. Era como leer sin leer, solo entendiendo cada palabra y traducirla por desesperación. Se había ido a buscar a Carlos, y no volvería hasta encontrarlo y traerlo conmigo. Esa es una de las cosas que me hace llorar en silencio hoy en día. Ahora que él no está, recordar como leía y leía su carta junto a aquella lámpara sobre la mesa de noche, que esta vez, no hacía más que recordarme a cada instante lo sola que me iba quedando.
Mientras mi abuela me iba contando más sobre aquel día, me iba dando la carta que le había dejado mi abuelo aquella vez, la tenía guardada en el único cajón con llave que custodiaba esa habitación. Era un tesoro para ella, el constante recordar del amor que se negaba a retirarse de aquel lugar. Mientras yo, leía y leía destemplando mi virilidad en cada verso que emanaba de un hombre realmente enamorado. Era leer cada vez más esa carta, y empezar a conocer realmente a mi abuelo.

Carmen.
Quisiera que me disculpes por mi decisión de alejarme de ti, un día juré no hacerlo delante de un altar, y hoy lo hago por algo que considero más valioso que mi palabra: tu felicidad. Me resultó imposible soportar un día más sin ver a mi hijo y verte a ti una noche más sin él. Hoy, te miento como cuando te decía que iba a tomar aire al pueblo. No era así, mi alma salía antes que mi cuerpo para tratar de encontrar a Carlos, nuestro amado hijo. Espero volver a tu lado para repetirte cada palabra de esta carta, pero si no lo hago, sabes muy bien que mi amor por ti no puede caber en un papel.
Te quiero.

Octavio.

Mi ser empezó a estremecerse en cada línea emanada del más puro amor que conocía hasta ese momento. Mi abuela, a pesar de haberla releía tantas veces, no dejaba de sollozar al recordar cada palabra impregnada para siempre en su alma. No era justo un final así para tan genuino sentimiento. Afortunadamente, tal final aciago no llegó en esa ocasión.  
Esa noche, ella me contó que la espera fue eterna, llegó un instante en las cuales pensó que su Octavio jamás volvería. No quiso avisar a nadie, quería respetar su decisión de buscar el solo a su hijo. Sus amaneceres eran mudos, sus noches bulliciosas, al pensar un enjambre de recuerdos sobre Octavio, su hijo, mi padre, el futuro, etcétera. Habría que vivirlo para saber lo momentos de total agobio por los que ella tuvo que atravesar.
Semanas después, Carmen estaba dirigiéndose hacia el mercado, hacía muchos días que no comía casi nada, pero tenía que ir por los víveres de mi padre, en ese momento, un niño ingenuo que se creyó la atinada argucia de pensar que mi abuelo se encontraba de viaje. Fue un lunes al mediodía, que entre conversaciones breves con los mercaderes, ella escuchó que alguien la llamaba a la distancia. Esa voz poco a poco se fue acercando hasta darse cuenta de que era Leonor, la enfermera del hospital del pueblo.
 _Carmen, hola. Acabo de venir de tu casa_ dijo algo desosegada.
_Octavio fue encontrado en la madrugada a las afueras del pueblo. Estaba inconsciente. Dicen los que lo encontraron que no dejaba de repetir tu nombre. Ahora, él está estable, se encuentra en el hospital_ sostuvo.
Solo un sorpresivo sonido vino después, aquella canasta de mimbre estrellada sobre el suelo, y unos ojos sollozantes que hablaron más que mil palabras.
Prontamente se dirigieron al hospital, los médicos no se explicaban a ciencia cierta qué había sucedido. ¿A dónde se había ido Octavio? ¿Por qué Carmen no sabía nada de él? Ninguna de esas interrogantes les importó a aquellas dos miradas que se reencontraron nuevamente en aquel auspicio. Solo ellos sabían lo que había pasado, y solo en ellos quedaría. Luego de eso, los abrazos y los llantos duraron más tiempo que aquel lunes donde mi abuela volvió nuevamente a la vida, y mi abuelo, resucitó de un suceso siniestro que días después se lo contaría a su esposa.


►Continúa disfrutando de la tercera parte de este relato el próximo viernes.

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viernes, 6 de abril de 2018



El relato prohibido de las lavandeiras
(Primera Parte)

De Ocram Zamor

El río corría por sus afluentes como huyendo de miedo, su tono dejó de ser cristalino para tornarse un tanto rojizo, era siniestro, vulgar… Al final de su cauce, una pila de tiernos huesos atropellaban a las rocas que yacían inveteradamente aferradas entre la tierra y el agua; y aquellas prendas, el único recuerdo del obsceno acto de las lavandeiras, que a pesar de eso, seguían frotando tétricamente las últimas vestimentas de sus víctimas. 
Mientras continuaba leyendo aquellas líneas de aquel libro de cuentos celtas, tuve que admitir que mi imaginación volaba a confines impredecibles de lógica alguna, al imaginar a aquellas mujeres portadoras del mal entre sus manos, lavar incesantemente aquellos retazos que quedaban de tela manchada de sangre. Sus rostros desprendían frialdad, parecía que sus ojos nunca se movían, solo miraban fijamente el objeto que lavaban con ahínco, tal vez para ocultar sus culpas, quizás porque solo eso sabían hacer.
 Sus cabellos eran largos y canos, su cuerpo casi esquelético; inclinadas a las orillas de los ríos, casi desde donde estos nacían, se hallaban apostadas en grupos de cinco o seis pero jamás sin mirarse una a la otra, como si no existiera otra cosa que lavar y lavar al copas del crujir de sus huesos mientras lo hacían, hasta que llegue su próxima víctima. ¡Este libro no miente!, aquella antigua mañana invernal, yo las pude ver.
Era todavía un niño cuando empecé a escuchar hablar sobre ellas, los relatos se expandían de mi pueblo hasta Galicia, Asturias e incluso Francia. Luego, años después, mis abuelos me contaron que la leyenda era tan antigua que se podía encontrar en los antiquísimos relatos celtas, era como si me lo narraran sintiendo un profundo dolor atropellado en el pasado.  Fue en esa misma etapa de mi vida, que algunas noches miraba por el entresijo de la puerta como ellos conversaban en la intimidad de su habitación, iluminados por esa tenue luz amarilla de la lámpara que reposaba sobre la mesa de noche. Era mágico sentir aquella unión amorosa tan sincera como el mismo amor, tan renovada día con día como la misma infancia. Sin embargo, a pesar de ese amor tan sonado que se podían tener uno al otro, algo perturbaba sus vidas. Sentía en mi tierna edad como existía algo entre ellos que los aferraba más aún a estar juntos. Cada abrazo que se daban era un recordatorio constante de que ninguno de los dos se hallaba solo en este mundo.
Con el paso del tiempo, mi cuerpo y mi mente fueron cambiando, y ya en esas circunstancias no me percataba de aquellos detalles sobre ellos, la juventud nunca se detiene, y con esa máxima, mi vida fue transcurriendo entre veleidades y aventuras, hasta aquella noche que aún hoy no dejo de recordar.
Fue aquel 13 de abril, aquel día mi juventud me hizo notar lo que me niñez me había ocultado siempre. Me encontraba en mi cuarto leyendo un cuento de Dickens, mientras mi abuelo terminaba de podar su jardín, era un universo verde de trazos bien cortados por el empeño. Él amaba ese jardín, decía que le recordaba a mi padre, aquel hombre que se fue cuando yo apenas era un niño. Se fue porque todo ese ambiente le hacía recordar a la muerte de mi madre, y eso fue algo que nunca pudo soportar, incluyéndome.
Y mientras esas frustraciones me hacían coger fuertemente la tapa arrugada de aquel libro, como tratando de viajar a un mundo lejos de esas heridas que mis abuelos intentaban curar diariamente con tanto amor; sentí como el sonido de aquel plato roto me despertaba raudamente a la realidad de mi ataviada habitación. Bajé casi pronto por la escalare, y noté que mi abuelo había abandonado su amado jardín para dirigirse presuroso a abrazar a mi abuela que se hallaba en la cocina. Ahí estaba ella, indefensa, triste, frágil y casi intacta de daño físico, No era nada de eso, era un dolor más punzante que un simple corte en el dedo ocasionado por una vajilla rota de porcelana; era recordar una vez más a su hijo, no al que se fue y me abandonó, sino al que desapareció de niño un 13 de abril en aquellas montañas del antiguo pueblo donde alguna vez ellos vivieron.
Quizá fue una burla del destino, verla ahí sangrante, con un corte minúsculo que su paño de cocina supo ir disipando prontamente. Un dolor insignificante en comparación al de aquellos años donde cada día era una nueva esperanza y cada noche una nueva frustración al no encontrar a su vástago por aquellas nubladas montañas de 1878. Era eso de lo que pude darme cuenta a esa edad, aquel misterio de las conversaciones a escondidas en la habitación. Más que amor, los abrazos eran de consuelo, de resignación, que derrumbaba a mi abuela cada noche de nostalgia, donde mi abuelo tenía que ingeniar mil artes para consolarla ante el misterio de aquel 13 de abril que nunca pudieron explicar del todo. Solo un vestigio, solo un mito, una sola sospecha descabellada para las investigaciones de aquellos días: el río. Aquel que descendía serpenteante por aquellas montañas siempre nubladas en sus picos. Tal vez fueron ellas decía mi abuelo.
Tal vez esas ancianas bajaron aquel día y lo vieron jugar en el bosquecomentaba. Solo un recuerdo desquiciante que no dudaron ambos en alejar de su presencia con el correr de los días, aquella camisa ensangrentada que llegó a sus ojos esa tarde de lluvia mientras buscaban a Carlos, su hijo. Esa camisa raída en la falda del río que reconocieron de inmediato. Fue esa la única evidencia que impulsó a mi abuelo a dejarlo todo, incluso su dignidad, y tratar de buscar en aquellas alturas de lo desconocido, si aquel mito legendario de las lavandeiras había tenido que ver con la muerte de su primer hijo.   

*Esta historia continuará el próximo viernes.
**Puedes leer más relatos de terror y misterio en la obra Cuentos Extraños haciendo clic en: http://a.co/5VZMGRi


lunes, 2 de abril de 2018

A partir de este viernes en la noche empezamos con el relato prohibido de las lavandeiras escrita por Ocram Zamor. Los esperamos.

domingo, 1 de abril de 2018


Ojos de gato

Provengo de la creación de la noche,
fui hijo de la luna mas no del sol,
resurgí de la hoguera de donde alguna vez me lanzaron,
para trepar injustamente entre tus sueños más horrendos.
Aquellos sueños que me condenaron a la soledad.

*Si te gustó compártelo, muchos siguen viviendo en soledad.