viernes, 6 de abril de 2018



El relato prohibido de las lavandeiras
(Primera Parte)

De Ocram Zamor

El río corría por sus afluentes como huyendo de miedo, su tono dejó de ser cristalino para tornarse un tanto rojizo, era siniestro, vulgar… Al final de su cauce, una pila de tiernos huesos atropellaban a las rocas que yacían inveteradamente aferradas entre la tierra y el agua; y aquellas prendas, el único recuerdo del obsceno acto de las lavandeiras, que a pesar de eso, seguían frotando tétricamente las últimas vestimentas de sus víctimas. 
Mientras continuaba leyendo aquellas líneas de aquel libro de cuentos celtas, tuve que admitir que mi imaginación volaba a confines impredecibles de lógica alguna, al imaginar a aquellas mujeres portadoras del mal entre sus manos, lavar incesantemente aquellos retazos que quedaban de tela manchada de sangre. Sus rostros desprendían frialdad, parecía que sus ojos nunca se movían, solo miraban fijamente el objeto que lavaban con ahínco, tal vez para ocultar sus culpas, quizás porque solo eso sabían hacer.
 Sus cabellos eran largos y canos, su cuerpo casi esquelético; inclinadas a las orillas de los ríos, casi desde donde estos nacían, se hallaban apostadas en grupos de cinco o seis pero jamás sin mirarse una a la otra, como si no existiera otra cosa que lavar y lavar al copas del crujir de sus huesos mientras lo hacían, hasta que llegue su próxima víctima. ¡Este libro no miente!, aquella antigua mañana invernal, yo las pude ver.
Era todavía un niño cuando empecé a escuchar hablar sobre ellas, los relatos se expandían de mi pueblo hasta Galicia, Asturias e incluso Francia. Luego, años después, mis abuelos me contaron que la leyenda era tan antigua que se podía encontrar en los antiquísimos relatos celtas, era como si me lo narraran sintiendo un profundo dolor atropellado en el pasado.  Fue en esa misma etapa de mi vida, que algunas noches miraba por el entresijo de la puerta como ellos conversaban en la intimidad de su habitación, iluminados por esa tenue luz amarilla de la lámpara que reposaba sobre la mesa de noche. Era mágico sentir aquella unión amorosa tan sincera como el mismo amor, tan renovada día con día como la misma infancia. Sin embargo, a pesar de ese amor tan sonado que se podían tener uno al otro, algo perturbaba sus vidas. Sentía en mi tierna edad como existía algo entre ellos que los aferraba más aún a estar juntos. Cada abrazo que se daban era un recordatorio constante de que ninguno de los dos se hallaba solo en este mundo.
Con el paso del tiempo, mi cuerpo y mi mente fueron cambiando, y ya en esas circunstancias no me percataba de aquellos detalles sobre ellos, la juventud nunca se detiene, y con esa máxima, mi vida fue transcurriendo entre veleidades y aventuras, hasta aquella noche que aún hoy no dejo de recordar.
Fue aquel 13 de abril, aquel día mi juventud me hizo notar lo que me niñez me había ocultado siempre. Me encontraba en mi cuarto leyendo un cuento de Dickens, mientras mi abuelo terminaba de podar su jardín, era un universo verde de trazos bien cortados por el empeño. Él amaba ese jardín, decía que le recordaba a mi padre, aquel hombre que se fue cuando yo apenas era un niño. Se fue porque todo ese ambiente le hacía recordar a la muerte de mi madre, y eso fue algo que nunca pudo soportar, incluyéndome.
Y mientras esas frustraciones me hacían coger fuertemente la tapa arrugada de aquel libro, como tratando de viajar a un mundo lejos de esas heridas que mis abuelos intentaban curar diariamente con tanto amor; sentí como el sonido de aquel plato roto me despertaba raudamente a la realidad de mi ataviada habitación. Bajé casi pronto por la escalare, y noté que mi abuelo había abandonado su amado jardín para dirigirse presuroso a abrazar a mi abuela que se hallaba en la cocina. Ahí estaba ella, indefensa, triste, frágil y casi intacta de daño físico, No era nada de eso, era un dolor más punzante que un simple corte en el dedo ocasionado por una vajilla rota de porcelana; era recordar una vez más a su hijo, no al que se fue y me abandonó, sino al que desapareció de niño un 13 de abril en aquellas montañas del antiguo pueblo donde alguna vez ellos vivieron.
Quizá fue una burla del destino, verla ahí sangrante, con un corte minúsculo que su paño de cocina supo ir disipando prontamente. Un dolor insignificante en comparación al de aquellos años donde cada día era una nueva esperanza y cada noche una nueva frustración al no encontrar a su vástago por aquellas nubladas montañas de 1878. Era eso de lo que pude darme cuenta a esa edad, aquel misterio de las conversaciones a escondidas en la habitación. Más que amor, los abrazos eran de consuelo, de resignación, que derrumbaba a mi abuela cada noche de nostalgia, donde mi abuelo tenía que ingeniar mil artes para consolarla ante el misterio de aquel 13 de abril que nunca pudieron explicar del todo. Solo un vestigio, solo un mito, una sola sospecha descabellada para las investigaciones de aquellos días: el río. Aquel que descendía serpenteante por aquellas montañas siempre nubladas en sus picos. Tal vez fueron ellas decía mi abuelo.
Tal vez esas ancianas bajaron aquel día y lo vieron jugar en el bosquecomentaba. Solo un recuerdo desquiciante que no dudaron ambos en alejar de su presencia con el correr de los días, aquella camisa ensangrentada que llegó a sus ojos esa tarde de lluvia mientras buscaban a Carlos, su hijo. Esa camisa raída en la falda del río que reconocieron de inmediato. Fue esa la única evidencia que impulsó a mi abuelo a dejarlo todo, incluso su dignidad, y tratar de buscar en aquellas alturas de lo desconocido, si aquel mito legendario de las lavandeiras había tenido que ver con la muerte de su primer hijo.   

*Esta historia continuará el próximo viernes.
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