El relato prohibido de las
lavandeiras
(Primera Parte)
De Ocram Zamor
El río corría por sus afluentes como huyendo
de miedo, su tono dejó de ser cristalino para tornarse un tanto rojizo, era
siniestro, vulgar… Al final de su cauce, una pila de tiernos huesos
atropellaban a las rocas que yacían inveteradamente aferradas entre la tierra y
el agua; y aquellas prendas, el único recuerdo del obsceno acto de las
lavandeiras, que a pesar de eso, seguían frotando tétricamente las últimas vestimentas
de sus víctimas.
Mientras continuaba leyendo aquellas
líneas de aquel libro de cuentos celtas, tuve que admitir que mi imaginación
volaba a confines impredecibles de lógica alguna, al imaginar a aquellas
mujeres portadoras del mal entre sus manos, lavar incesantemente aquellos
retazos que quedaban de tela manchada de sangre. Sus rostros desprendían
frialdad, parecía que sus ojos nunca se movían, solo miraban fijamente el
objeto que lavaban con ahínco, tal vez para ocultar sus culpas, quizás porque
solo eso sabían hacer.
Sus cabellos eran largos y canos, su cuerpo
casi esquelético; inclinadas a las orillas de los ríos, casi desde donde estos nacían,
se hallaban apostadas en grupos de cinco o seis pero jamás sin mirarse una a la
otra, como si no existiera otra cosa que lavar y lavar al copas del crujir de
sus huesos mientras lo hacían, hasta que llegue su próxima víctima. ¡Este libro
no miente!, aquella antigua mañana invernal, yo las pude ver.
Era todavía un niño cuando empecé a
escuchar hablar sobre ellas, los relatos se expandían de mi pueblo hasta
Galicia, Asturias e incluso Francia. Luego, años después, mis abuelos me
contaron que la leyenda era tan antigua que se podía encontrar en los
antiquísimos relatos celtas, era como si me lo narraran sintiendo un profundo
dolor atropellado en el pasado. Fue en
esa misma etapa de mi vida, que algunas noches miraba por el entresijo de la
puerta como ellos conversaban en la intimidad de su habitación, iluminados por
esa tenue luz amarilla de la lámpara que reposaba sobre la mesa de noche. Era
mágico sentir aquella unión amorosa tan sincera como el mismo amor, tan
renovada día con día como la misma infancia. Sin embargo, a pesar de ese amor
tan sonado que se podían tener uno al otro, algo perturbaba sus vidas. Sentía en
mi tierna edad como existía algo entre ellos que los aferraba más aún a estar
juntos. Cada abrazo que se daban era un recordatorio constante de que ninguno
de los dos se hallaba solo en este mundo.
Con el paso del tiempo, mi cuerpo y
mi mente fueron cambiando, y ya en esas circunstancias no me percataba de
aquellos detalles sobre ellos, la juventud nunca se detiene, y con esa máxima,
mi vida fue transcurriendo entre veleidades y aventuras, hasta aquella noche que
aún hoy no dejo de recordar.
Fue aquel 13 de abril, aquel día mi
juventud me hizo notar lo que me niñez me había ocultado siempre. Me encontraba
en mi cuarto leyendo un cuento de Dickens, mientras mi abuelo terminaba de
podar su jardín, era un universo verde de trazos bien cortados por el empeño.
Él amaba ese jardín, decía que le recordaba a mi padre, aquel hombre que se fue
cuando yo apenas era un niño. Se fue porque todo ese ambiente le hacía recordar
a la muerte de mi madre, y eso fue algo que nunca pudo soportar, incluyéndome.
Y mientras esas frustraciones me
hacían coger fuertemente la tapa arrugada de aquel libro, como tratando de
viajar a un mundo lejos de esas heridas que mis abuelos intentaban curar
diariamente con tanto amor; sentí como el sonido de aquel plato roto me despertaba
raudamente a la realidad de mi ataviada habitación. Bajé casi pronto por la escalare,
y noté que mi abuelo había abandonado su amado jardín para dirigirse presuroso
a abrazar a mi abuela que se hallaba en la cocina. Ahí estaba ella, indefensa,
triste, frágil y casi intacta de daño físico, No era nada de eso, era un dolor
más punzante que un simple corte en el dedo ocasionado por una vajilla rota de
porcelana; era recordar una vez más a su hijo, no al que se fue y me abandonó,
sino al que desapareció de niño un 13 de abril en aquellas montañas del antiguo
pueblo donde alguna vez ellos vivieron.
Quizá fue una burla del destino,
verla ahí sangrante, con un corte minúsculo que su paño de cocina supo ir
disipando prontamente. Un dolor insignificante en comparación al de aquellos
años donde cada día era una nueva esperanza y cada noche una nueva frustración al
no encontrar a su vástago por aquellas nubladas montañas de 1878. Era eso de lo
que pude darme cuenta a esa edad, aquel misterio de las conversaciones a
escondidas en la habitación. Más que amor, los abrazos eran de consuelo, de
resignación, que derrumbaba a mi abuela cada noche de nostalgia, donde mi
abuelo tenía que ingeniar mil artes para consolarla ante el misterio de aquel
13 de abril que nunca pudieron explicar del todo. Solo un vestigio, solo un
mito, una sola sospecha descabellada para las investigaciones de aquellos días:
el río. Aquel que descendía serpenteante por aquellas montañas siempre nubladas
en sus picos. —Tal vez fueron ellas— decía mi abuelo.
—Tal vez esas
ancianas bajaron aquel día y lo vieron jugar en el bosque—comentaba.
Solo un recuerdo desquiciante que no dudaron ambos en alejar de su presencia
con el correr de los días, aquella camisa ensangrentada que llegó a sus ojos
esa tarde de lluvia mientras buscaban a Carlos, su hijo. Esa camisa raída en la
falda del río que reconocieron de inmediato. Fue esa la única evidencia que
impulsó a mi abuelo a dejarlo todo, incluso su dignidad, y tratar de buscar en
aquellas alturas de lo desconocido, si aquel mito legendario de las lavandeiras
había tenido que ver con la muerte de su primer hijo.
*Esta historia continuará el próximo
viernes.
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