viernes, 13 de abril de 2018


El relato prohibido de las lavandeiras
(Segunda Parte)

De Ocram Zamor

Ahora, después que todo lo anteriormente relatado forma parte de un amargo recuerdo, las reminiscencias sobre mi abuelo son como fantasmas que no puedo sacar de mi mente. No solo murió cuatro años después de aquel suceso deprimente en la cocina. Sino que me dejó un legado de misterio sobre aquellas mujeres: las lavandeiras. Y la participación de estas en la desaparición de Carlos, su hijo. Era algo que hasta ese entonces no me quedaba claro. Además, estaba ella, mi abuela, con la delicadeza y vigor que le da el pasar del tiempo a una mujer.  Su recuerdo por mi abuelo parecía inquebrantable, su amor, ileso. Pero aquella tarde que él se desplomó en la sala, víctima de aquel traidor ataque cardíaco, ella decidió convertirse en parte del pasado; ese pasado que tanta felicidad le dio, ese pasado que la forzó a no pensar más en el presente o en el futuro, y guardar aquel secreto, que mi abuelo supo llevarse prudentemente a la tumba.
Cómo hubiera querido estar allí, cómo hubiera deseado nacer en aquellas épocas cuando la desesperación inundaba a los míos. Ellos lo habían sido todo para mí, todo… Eso me enseñó a no creer en milagros, a no pensar en finales felices. Había pasado ya mucho tiempo desde que nadie supo nada, y ahora, el nombre de Carlos era solo un recuerdo atesorado en las tristezas de una pobre anciana, mi abuela. Y yo, un preso de aquella desdicha que solo anhelaba consolarla como lo supo hacer mi abuelo.
Nunca lo hice como él, eso lo sé… yo no era él, ni él era yo. Ahora me hacía cargo de ella, ahora que yo ya era un hombre, en aquella habitación iluminada de nostalgias, en la misma lámpara que alumbraba recostada en la mesa de noche. Mi abuela me miraba, me decía lo alto que ahora estaba, pero yo solo quería saber más, tener soluciones a aquellas nostalgias nocturnas que ella no podía frenar. Ahora su Octavio no se encontraba a su lado. y yo, era lo único que le quedaba de él.  
Una noche, al llegar del trabajo, herví agua en aquella tetera de barro que ella tanto cuidaba, el sonido de su ebullición era semejante al llanto de Carmen, mi abuela. Al subir el té caliente por las escaleras, la vi tejiendo una bufanda ploma ya casi terminada. Era para mí, ella quería que siempre esté abrigado. Ella había sido madre, y todavía recordaba esa clase de amor. Le agradó que llegara temprano y que le preparara algo, no se lo esperaba… Fue justo en ese momento que me atreví a preguntar aquello que desde hacía mucho tiempo me atormentaba. Me pareció pertinente por verla tan dispuesta al dialogo. Le pregunté sobre aquellos días en los cuales mi abuelo se decidió en ir a buscar a su hijo. Esa pregunta enfrió más aquella noche de junio. Ella me miró, como queriendo buscar en mis ojos los momentos de aquellas épocas. Por un instante me arrepentí de tremenda osadía, no era nadie para trastocar la tranquilidad de una persona que había elegido vivir en el pasado y abandonar el presente. Era aquella duda impulsada por mi impotencia de no hacer nada la que me empujó a tal dislate. No obstante, ante el calor de sus manos y mi sincera interrogante, ella solo atinó a decirme lo inesperado: te lo voy a contar hijo mío.
Esteban me dijo.
Nunca quisimos decirte nada sobre este tema, tu abuelo jamás deseó que formes parte de tal pesar. él quería que crezcas feliz y dichoso en nuestra casa, en esta naturaleza frondosa de la cual somos privilegiados de disfrutar día a día. él trabajó mucho para darle a sus hijos lo mejor, y eso lo logró con tu padre, pero, él decidió irse. Este pueblo le traía constantemente los recuerdos de tu madre. Y eso era algo que yo comprendía bien: recordar... Sé que piensas en él, pero créeme cuando te digo que él también piensa en ti, pero a veces los recuerdos son más fuertes que uno. Esta casa está llena de ellos, y quisimos que solo nosotros padezcamos de eso y no tú.
Todavía recuerdo aquella expresión de su rostro mientras ella se disponía a decirme todo.  
Ahora, te contaré lo que pasó aquella vez en nuestro pueblo, aquella ocasión cuando tu abuelo partió colinas arriba a desvelar tercamente aquel misterio que tiempo después él mismo me contaría. En esa época, yo no dejaba de llorar. Ahora, eso ya es un hábito que uso poco. Con el tiempo aprendemos a llorar por dentro para no dañar a los que amamos, y yo te amo hijo mío, te amo, y por aquel amor que te tengo, te diré todo lo que ocurrió.
Tu abuelo no podía resistir verme todos los días triste, mi inquietud se tornaba desquiciante con el pasar de los días. Íbamos a la delegación del pueblo, preguntábamos a los vecinos, salíamos de noche con los perros a buscar a nuestro hijo, mas no encontrábamos nada, todo resultaba inútil. Con el tiempo, la policía cerró el caso, la gente ya no se iba acordando del tema, a pesar de habernos ayudado en la búsqueda. Al final de todo, nunca los culpé. Todos olvidamos lo que no nos afecta, y cuando lo volvemos a recordar, ya no nos suele interesar. Solo quedábamos tu abuelo y yo, mientras tu padre, jugaba tan inocente como su edad en el piso de la sala. Era verlo y sentir aún más pena, no podía controlarme, nunca lo pude hacer. Tu abuelo me conocía mejor que yo, él se castigaba por haberlo dejado salir aquel día que desapareció. Aunque eso, también fue un truco suyo para yo no sentirme culpable.
Un día, al despertar, Octavio no estaba a mi lado, solo una carta encima de la almohada crema, con aquella fragancia que solo podía pertenecerle a él. Fue leerla y morir mil veces. Era como leer sin leer, solo entendiendo cada palabra y traducirla por desesperación. Se había ido a buscar a Carlos, y no volvería hasta encontrarlo y traerlo conmigo. Esa es una de las cosas que me hace llorar en silencio hoy en día. Ahora que él no está, recordar como leía y leía su carta junto a aquella lámpara sobre la mesa de noche, que esta vez, no hacía más que recordarme a cada instante lo sola que me iba quedando.
Mientras mi abuela me iba contando más sobre aquel día, me iba dando la carta que le había dejado mi abuelo aquella vez, la tenía guardada en el único cajón con llave que custodiaba esa habitación. Era un tesoro para ella, el constante recordar del amor que se negaba a retirarse de aquel lugar. Mientras yo, leía y leía destemplando mi virilidad en cada verso que emanaba de un hombre realmente enamorado. Era leer cada vez más esa carta, y empezar a conocer realmente a mi abuelo.

Carmen.
Quisiera que me disculpes por mi decisión de alejarme de ti, un día juré no hacerlo delante de un altar, y hoy lo hago por algo que considero más valioso que mi palabra: tu felicidad. Me resultó imposible soportar un día más sin ver a mi hijo y verte a ti una noche más sin él. Hoy, te miento como cuando te decía que iba a tomar aire al pueblo. No era así, mi alma salía antes que mi cuerpo para tratar de encontrar a Carlos, nuestro amado hijo. Espero volver a tu lado para repetirte cada palabra de esta carta, pero si no lo hago, sabes muy bien que mi amor por ti no puede caber en un papel.
Te quiero.

Octavio.

Mi ser empezó a estremecerse en cada línea emanada del más puro amor que conocía hasta ese momento. Mi abuela, a pesar de haberla releía tantas veces, no dejaba de sollozar al recordar cada palabra impregnada para siempre en su alma. No era justo un final así para tan genuino sentimiento. Afortunadamente, tal final aciago no llegó en esa ocasión.  
Esa noche, ella me contó que la espera fue eterna, llegó un instante en las cuales pensó que su Octavio jamás volvería. No quiso avisar a nadie, quería respetar su decisión de buscar el solo a su hijo. Sus amaneceres eran mudos, sus noches bulliciosas, al pensar un enjambre de recuerdos sobre Octavio, su hijo, mi padre, el futuro, etcétera. Habría que vivirlo para saber lo momentos de total agobio por los que ella tuvo que atravesar.
Semanas después, Carmen estaba dirigiéndose hacia el mercado, hacía muchos días que no comía casi nada, pero tenía que ir por los víveres de mi padre, en ese momento, un niño ingenuo que se creyó la atinada argucia de pensar que mi abuelo se encontraba de viaje. Fue un lunes al mediodía, que entre conversaciones breves con los mercaderes, ella escuchó que alguien la llamaba a la distancia. Esa voz poco a poco se fue acercando hasta darse cuenta de que era Leonor, la enfermera del hospital del pueblo.
 _Carmen, hola. Acabo de venir de tu casa_ dijo algo desosegada.
_Octavio fue encontrado en la madrugada a las afueras del pueblo. Estaba inconsciente. Dicen los que lo encontraron que no dejaba de repetir tu nombre. Ahora, él está estable, se encuentra en el hospital_ sostuvo.
Solo un sorpresivo sonido vino después, aquella canasta de mimbre estrellada sobre el suelo, y unos ojos sollozantes que hablaron más que mil palabras.
Prontamente se dirigieron al hospital, los médicos no se explicaban a ciencia cierta qué había sucedido. ¿A dónde se había ido Octavio? ¿Por qué Carmen no sabía nada de él? Ninguna de esas interrogantes les importó a aquellas dos miradas que se reencontraron nuevamente en aquel auspicio. Solo ellos sabían lo que había pasado, y solo en ellos quedaría. Luego de eso, los abrazos y los llantos duraron más tiempo que aquel lunes donde mi abuela volvió nuevamente a la vida, y mi abuelo, resucitó de un suceso siniestro que días después se lo contaría a su esposa.


►Continúa disfrutando de la tercera parte de este relato el próximo viernes.

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