El relato prohibido de las lavandeiras
(Segunda Parte)
De Ocram Zamor
Ahora, después que todo lo anteriormente relatado
forma parte de un amargo recuerdo, las reminiscencias sobre mi abuelo son como
fantasmas que no puedo sacar de mi mente. No solo murió cuatro años después de
aquel suceso deprimente en la cocina. Sino que me dejó un legado de misterio sobre
aquellas mujeres: las lavandeiras. Y la participación de estas en la desaparición
de Carlos, su hijo. Era algo que hasta ese entonces no me quedaba claro. Además,
estaba ella, mi abuela, con la delicadeza y vigor que le da el pasar del tiempo a una
mujer. Su recuerdo por mi abuelo parecía
inquebrantable, su amor, ileso. Pero aquella tarde que él se desplomó en la
sala, víctima de aquel traidor ataque cardíaco, ella decidió convertirse en
parte del pasado; ese pasado que tanta felicidad le dio, ese pasado que la
forzó a no pensar más en el presente o en el futuro, y guardar aquel secreto,
que mi abuelo supo llevarse prudentemente a la tumba.
Cómo hubiera querido estar allí, cómo hubiera
deseado nacer en aquellas épocas cuando la desesperación inundaba a los míos.
Ellos lo habían sido todo para mí, todo… Eso me enseñó a no creer en milagros,
a no pensar en finales felices. Había pasado ya mucho tiempo desde que nadie
supo nada, y ahora, el nombre de Carlos era solo un recuerdo atesorado en las
tristezas de una pobre anciana, mi abuela. Y yo, un preso de aquella desdicha
que solo anhelaba consolarla como lo supo hacer mi abuelo.
Nunca lo hice como él, eso lo sé… yo no era él,
ni él era yo. Ahora me hacía cargo de ella, ahora que yo ya era un hombre, en
aquella habitación iluminada de nostalgias, en la misma lámpara que alumbraba
recostada en la mesa de noche. Mi abuela me miraba, me decía lo alto que ahora estaba,
pero yo solo quería saber más, tener soluciones a aquellas nostalgias nocturnas
que ella no podía frenar. Ahora su Octavio no se encontraba a su lado. y yo,
era lo único que le quedaba de él.
Una noche, al llegar del trabajo, herví agua en
aquella tetera de barro que ella tanto cuidaba, el sonido de su ebullición era semejante
al llanto de Carmen, mi abuela. Al subir el té caliente por las escaleras, la
vi tejiendo una bufanda ploma ya casi terminada. Era para mí, ella quería que
siempre esté abrigado. Ella había sido madre, y todavía recordaba esa clase de
amor. Le agradó que llegara temprano y que le preparara algo, no se lo esperaba…
Fue justo en ese momento que me atreví a preguntar aquello que desde hacía
mucho tiempo me atormentaba. Me pareció pertinente por verla tan dispuesta al
dialogo. Le pregunté sobre aquellos días en los cuales mi abuelo se decidió en ir
a buscar a su hijo. Esa pregunta enfrió más aquella noche de junio. Ella me
miró, como queriendo buscar en mis ojos los momentos de aquellas épocas. Por un
instante me arrepentí de tremenda osadía, no era nadie para trastocar la
tranquilidad de una persona que había elegido vivir en el pasado y abandonar el
presente. Era aquella duda impulsada por mi impotencia de no hacer nada la que
me empujó a tal dislate. No obstante, ante el calor de sus manos y mi sincera interrogante,
ella solo atinó a decirme lo inesperado: te lo voy a contar hijo mío.
—Esteban— me dijo.
—Nunca
quisimos decirte nada sobre este tema, tu abuelo jamás deseó que formes parte
de tal pesar. él quería que
crezcas feliz y dichoso en nuestra casa, en esta naturaleza frondosa de la cual
somos privilegiados de disfrutar día a día. él
trabajó mucho para darle a sus hijos lo mejor, y eso lo logró con tu padre,
pero, él decidió irse. Este pueblo le traía constantemente los recuerdos de tu
madre. Y eso era algo que yo comprendía bien: recordar... Sé que piensas en él,
pero créeme cuando te digo que él también piensa en ti, pero a veces los
recuerdos son más fuertes que uno. Esta casa está llena de ellos, y quisimos
que solo nosotros padezcamos de eso y no tú.
Todavía recuerdo aquella expresión de su rostro mientras ella
se disponía a decirme todo.
—Ahora, te
contaré lo que pasó aquella vez en nuestro pueblo, aquella ocasión cuando tu
abuelo partió colinas arriba a desvelar tercamente aquel misterio que tiempo después
él mismo me contaría. En esa época, yo no dejaba de llorar. Ahora, eso ya es un
hábito que uso poco. Con el tiempo aprendemos a llorar por dentro para no dañar
a los que amamos, y yo te amo hijo mío, te amo, y por aquel amor que te tengo,
te diré todo lo que ocurrió.
Tu abuelo no podía resistir verme todos los días
triste, mi inquietud se tornaba desquiciante con el pasar de los días. Íbamos a
la delegación del pueblo, preguntábamos a los vecinos, salíamos de noche con
los perros a buscar a nuestro hijo, mas no encontrábamos nada, todo resultaba
inútil. Con el tiempo, la policía cerró el caso, la gente ya no se iba acordando
del tema, a pesar de habernos ayudado en la búsqueda. Al final de todo, nunca
los culpé. Todos olvidamos lo que no nos afecta, y cuando lo volvemos a
recordar, ya no nos suele interesar. Solo quedábamos tu abuelo y yo, mientras
tu padre, jugaba tan inocente como su edad en el piso de la sala. Era verlo y
sentir aún más pena, no podía controlarme, nunca lo pude hacer. Tu abuelo me
conocía mejor que yo, él se castigaba por haberlo dejado salir aquel día que
desapareció. Aunque eso, también fue un truco suyo para yo no sentirme culpable.
—Un día, al
despertar, Octavio no estaba a mi lado, solo una carta encima de la almohada
crema, con aquella fragancia que solo podía pertenecerle a él. Fue leerla y
morir mil veces. Era como leer sin leer, solo entendiendo cada palabra y
traducirla por desesperación. Se había ido a buscar a Carlos, y no volvería
hasta encontrarlo y traerlo conmigo. Esa es una de las cosas que me hace llorar
en silencio hoy en día. Ahora que él no está, recordar como leía y leía su
carta junto a aquella lámpara sobre la mesa de noche, que esta vez, no hacía
más que recordarme a cada instante lo sola que me iba quedando.
Mientras mi abuela me iba contando más sobre
aquel día, me iba dando la carta que le había dejado mi abuelo aquella vez, la
tenía guardada en el único cajón con llave que custodiaba esa habitación. Era
un tesoro para ella, el constante recordar del amor que se negaba a retirarse
de aquel lugar. Mientras yo, leía y leía destemplando mi virilidad en cada
verso que emanaba de un hombre realmente enamorado. Era leer cada vez más esa
carta, y empezar a conocer realmente a mi abuelo.
Carmen.
Quisiera que me disculpes por mi decisión de
alejarme de ti, un día juré no hacerlo delante de un altar, y hoy lo hago por
algo que considero más valioso que mi palabra: tu felicidad. Me resultó
imposible soportar un día más sin ver a mi hijo y verte a ti una noche más sin
él. Hoy, te miento como cuando te decía que iba a tomar aire al pueblo. No era
así, mi alma salía antes que mi cuerpo para tratar de encontrar a Carlos,
nuestro amado hijo. Espero volver a tu lado para repetirte cada palabra de esta
carta, pero si no lo hago, sabes muy bien que mi amor por ti no puede caber en
un papel.
Te
quiero.
Octavio.
Mi ser empezó a estremecerse en cada línea
emanada del más puro amor que conocía hasta ese momento. Mi abuela, a pesar de
haberla releía tantas veces, no dejaba de sollozar al recordar cada palabra
impregnada para siempre en su alma. No era justo un final así para tan genuino sentimiento.
Afortunadamente, tal final aciago no llegó en esa ocasión.
Esa noche, ella me contó que la espera fue
eterna, llegó un instante en las cuales pensó que su Octavio jamás volvería. No
quiso avisar a nadie, quería respetar su decisión de buscar el solo a su hijo. Sus
amaneceres eran mudos, sus noches bulliciosas, al pensar un enjambre de recuerdos
sobre Octavio, su hijo, mi padre, el futuro, etcétera. Habría que vivirlo para
saber lo momentos de total agobio por los que ella tuvo que atravesar.
Semanas después, Carmen estaba dirigiéndose hacia
el mercado, hacía muchos días que no comía casi nada, pero tenía que ir por los
víveres de mi padre, en ese momento, un niño ingenuo que se creyó la atinada argucia
de pensar que mi abuelo se encontraba de viaje. Fue un lunes al mediodía, que
entre conversaciones breves con los mercaderes, ella escuchó que alguien la
llamaba a la distancia. Esa voz poco a poco se fue acercando hasta darse cuenta
de que era Leonor, la enfermera del hospital del pueblo.
_Carmen,
hola. Acabo de venir de tu casa_ dijo algo desosegada.
_Octavio fue encontrado en la madrugada a las
afueras del pueblo. Estaba inconsciente. Dicen los que lo encontraron que no
dejaba de repetir tu nombre. Ahora, él está estable, se encuentra en el
hospital_ sostuvo.
Solo un sorpresivo sonido vino después, aquella
canasta de mimbre estrellada sobre el suelo, y unos ojos sollozantes que
hablaron más que mil palabras.
Prontamente se dirigieron al hospital, los
médicos no se explicaban a ciencia cierta qué había sucedido. ¿A dónde se había
ido Octavio? ¿Por qué Carmen no sabía nada de él? Ninguna de esas interrogantes
les importó a aquellas dos miradas que se reencontraron nuevamente en aquel auspicio.
Solo ellos sabían lo que había pasado, y solo en ellos quedaría. Luego de eso,
los abrazos y los llantos duraron más tiempo que aquel lunes donde mi abuela volvió
nuevamente a la vida, y mi abuelo, resucitó de un suceso siniestro que días
después se lo contaría a su esposa.
►Continúa disfrutando de la tercera parte de este
relato el próximo viernes.
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