viernes, 20 de abril de 2018


El relato prohibido de las lavandeiras
(Tercera Parte)

De Ocram Zamor

 Pasaron unos días mientras Carmen yacía en su habitación conyugal atendiendo a su esposo. Octavio hablaba poco, pero con el correr del tiempo lo hacía más. Lo único estable fue aquella mirada con la que siempre miró a Carmen. Ella, sin embargo, no hacía más que atender las magulladuras con fino tacto cada segundo que ahora volvía a tener a su marido. No obstante, las noches eran diferentes, los súbitos escalofríos, los raudos despertares gritando de la nada, sin motivo aparente. Las pesadillas de Octavio no hacían más que recordarle todo lo que había presenciado en su decisión de ir a buscar a su hijo Carlos. Gritaba constantemente sin querer. Decía: ¡Brujas, brujas! ¡Suéltenme! ¡Mi hijo! ¡Dónde está mi hijo! Cada grito suyo era una lágrima de mi abuela. Él no podía tapar el sol con un dedo, tenía que contar lo ocurrido a su esposa, y eso pensó hacer. Un buen día, ella se sorprendió al verlo sentado en la mesa del comedor. El reloj marcaba las siete de la mañana, y él, desde que vino, no se había levantado tan temprano de la cama. El café ya estaba en la mesa, los panes y bollos con azúcar calientes y listos para ser desayunados. Era algo que mi abuelo solía hacer, pero desde hace mucho tiempo no lo hacía. En cambio, Mi abuela se notaba sorprendida, la sorpresa le agradó, pero aún así, le parecía algo sospechoso todo eso; no obstante, era su esposo, y más que una duda repentina, fue una satisfacción anhelada.
Una vez en la mesa, él le habló poco, ella trataba de no presionarlo y desayunaba tranquila mientras le lanzaba miradas discretas para no incomodarlo. A pesar de eso, mi abuelo Octavio dejó a medio tomar su taza de café para coger la mano de mi abuela.
—Tengo que contarte lo que pasó Carmen— Le dijo él.
—Octavio. Si todo lo que te sucedió te trae malos recuerdos, prefiero no escucharlo por ahora. El semblante de mi abuelo cambió repentinamente. Mi abuela me contó que el insistió. Era obvio deducir que no quería volver a ocultarle nada.
—Carmen, antes de contarte todo esto, necesito que creas todo lo que te pienso decir.
Ella frunció el rostro, no se esperó esas palabras.
—A qué te refieres Octavio, yo siempre he creído en ti.
—Carmen, lo que te pienso contar, es posible que ni yo lo tenga bien claro. Pero, aún así, solo puedo decirte que estoy seguro de haberlo presenciado.
Un silencio recorrió aquel ambiente de la antigua casa de mis abuelos. Ella se quedó callada y quieta después de que al terminar aquellas últimas palabras su esposo le besara la mano.
—Carmen, cuando desperté esa mañana de la cama y me fui dejándote esa nota me prometí a mi mismo no volver a la casa hasta traer a nuestro hijo. Sabía que no iba a ser fácil, pero quise intentarlo. No hubiera podido seguir viviendo sin hacerlo. Ahora, por favor, escúchame y presta mucha atención a lo que te diré.
Lo primero que pensé fue en ir al pueblo para preguntar en la comisaría dónde pudo haber desaparecido mi hijo. Ellos no supieron ser exactos. Era notorio que lo daban por muerto. Eso lo evidencié en sus expresiones, y cada vez el muerto más parecía yo. A pesar de eso, obvié hablarles más y me enrumbé colinas arriba. No te lo dije para no asustarte, pero semanas después de la desaparición de Carlos tuve sueños horribles e inexplicables de lo sucedido. Soñaba con cuevas, ríos, montañas, y unas extrañas mujeres que rodeaban entre velas a nuestro hijo. No obstante, de parecer personas comunes y corrientes de espaldas, sus rostros eran abominables. Eso me recordó a las leyendas que me contaba mi abuelo sobre las meigas o brujas: Las brujas que lavan los restos de las personas que han asesinado.
Hasta ese momento, solo eran recuerdos de leyendas de locos que me contaba mi abuela a la luz de la luna en nuestra casa, pero, en mi desesperación por encontrar a Carlos, y aquellos sueños que no dejaban de acosarme, fui creyendo en esa posibilidad más y más.
Fue así como me dirigí hacía allá, y mientras lo hacía, a las afueras del pueblo, me fui encontrando con personas que tú y yo conocíamos. Algunas ya casi ni recordaba. La señora Hipólita, el señor Alberto y sus hijos, por ejemplo. A cada uno le fui contando mi agonía. Cada uno me fue dando sus condolencias, mientras algunos sus recomendaciones. En ese instante, me encontré con una señora que me dijo que era amiga tuya. Se llamaba Matilde, me mencionó tu nombre y que te conocía de las compras en el mercado. Me explicó que se había mudado a las afueras del pueblo porque lo encontraba más apacible para vivir. Al contarle nuestra situación. Ella no pudo evitar llorar y sentirse identificada con aquella circunstancia. Me dijo que había pasado por lo mismo cuando se mudo hace años, pero que no quiso avisarle a nadie. Había perdido a su nieto. Una mañana desapareció de su casa y jamás volvió. Fruto de aquello, los padres de la criatura; es decir, su hijo y su esposa, se alejaron de ella. La historia me pareció conmovedora. Al igual que nosotros, Carmen, ella no tenía la culpa de nada.
Fuimos a su casa, me invitó a almorzar, y cuando iba comiendo, algo me pareció sorprendente. Me dijo que estaba segura de que habían raptado a su nieto. Dijo que habían sido las lavandeiras. Ella también había crecido con esas historias al igual que yo. No lo podía creer; luego de eso, me fue contando que, por las montañas del pueblo, había pequeñas comunas agrícolas, y en la naciente del río que llega hasta estos lugares, se encontraban aquellos seres. Me explicó que no era sencillo verlas, y que incluso, ellas me iban a encontrar a mí antes que yo a ellas. Eso me asustó y a la vez me envalentonó, si no tendría a mi nieto, al menos quería venganza.
Llegado el momento, me fui colina arriba. Volví a encontrarme con granjeros que iba conociendo de mi trabajo antes de jubilarme. Sin embargo, con ellos la charla fue pausada, el trabajo excesivo no les permitía interesarse en nada que no fuera descansar y estar con los suyos.
—Espera Octavio, no entiendo… ¿Fuiste a ese lugar? ¿Sabes al peligro que te has expuesto?
Una descompensación albergó la cara de mi abuela, se tocaba el rostro con la mano después de haber, hace unos momentos, escuchado con atención lo que decía su esposo.
—Creo recordar a Matilde, pero hace mucho tiempo que no la veo. Ella conoció a Carlos y a Manuel. Aun así, Octavio. Todo esto no tiene sentido— replicó mi abuela.
—Carmen, por favor, déjame seguir contando esto, es importante para mí. Al ir subiendo, me fui por el camino de herradura por el cual van los agricultores que viven en las montañas, esas personas son muy hoscas y no hablan mucho. Sin embargo, uno que otro me fue indicando el camino adecuado para no perderme. Estaba cansado, con hambre, tenso. No obstante, mi deseo por saber quién pudo hacerle eso a nuestro hijo pudo más que mil penurias. Ya en medio del monte, no perdía de vista el más mínimo detalle del paisaje, Poco a poco se iba nublando todo, miraba los árboles, los animales, y, sobre todo, el río. Aquel río que me iba pareciendo más misterioso, encantador, horrendo. El agua corría incansable, y, mirando desde las alturas, pude ver como este llegaba hacia el pueblo.
No sabes la cantidad de horas que caminé hacia ese lugar, era increíble, pero me pude dar cuenta lo inmenso y oculto que eran esas montañas que, a pesar de estar cerca al pueblo, no suele ir prácticamente nadie. En ese lugar era posible que cualquiera desapareciera. Los árboles, el espesor de la maleza, la niebla, todo era más denso a medida que uno iba subiendo.  Y fue en ese momento que escuché algo fuera de lo común. A medida que me iba adentrando más, iba oyendo el sonido del río, era un sonido tranquilo, pero, había algo más que no reparé al principio en descifrar. Con el pasar de los segundos, el sonido aquel se fue pareciendo al frotamiento de manos sobre algo, daba la impresión de que alguien estaba lavando. Mis ganas de tratar de escuchar bien pudieron más que mi miedo y mi intriga, y mientras mi mente se fue nublando del todo para concentrarse en ese sonido, me encontré con la parte naciente del río, y puedo jurar, que allí, cerca, entre las rocas, una anciana se encontraba reclinada mirando lo que iba frotando con empeño incesante. Fue mirarla, pestañar, y aquella imagen, desapareció enfrente de mis ojos.
Yo estaba seguro de que la vi, Carmen, la vi, bastó un segundo para ver a una anciana delgada, con una especie de camisón antiguo. Su pelo era blanco y muy largo, y creo, estoy casi seguro, que en vez de ojos tenía dos fosas oscuras. Fue aterrador...
—¡Octavio! ¡basta! Qué es lo que estás diciendo. Has ido a buscar a nuestro hijo, y al subir te has caído. Seguro eso fue lo que pasó en realidad— dijo mi abuela alzando la voz.
—No Carmen, no. Me gustaría creer lo mismo, pero todo lo que te cuento es real. Con el pasar de los segundos el miedo me inundaba, quería volver, pero algo me impulsaba a seguir. Me daba cuenta de que estaba cerca de desvelar este misterio. Por fin Carmen, por fin sabría qué pasó en realidad.  
Sin embargo, el valor con el cual te cuento ahora las cosas no existía en el momento en que vi a esa anciana. Cuando desapareció, solo me percaté que los tupidos árboles se encontraban a mi espalda, y frente a mí, todo un panorama descampado de piedras y tierra. El río casi naciente estaba muy cerca de donde me encontraba, no había nadie más que yo y ese tétrico viento que helaba mi sangre. La niebla poco a poco volvía a cubrir el paisaje, mientras yo, con el poco valor que me quedaba, fui a las orillas del río, justo en el mismo lugar donde supuestamente estaba aquella mujer.
Me senté en aquel lugar, observé todo a mi alrededor, y cuando me disponía a pararme para volver, noté un olor extraño en la ubicación en donde me encontraba, parecía un olor a podrido, un olor pestilente que poco a poco iba sintiendo más. Fue en aquella situación que pegué un ligero salto. ¡El agua! ¡el agua! Tenía una ligera coloración rojiza justo en el lado en donde me encontraba. De pronto, algo cogió fuertemente mi nuca llevándome directamente hacia dentro del río. Eran segundos interminables, quise soltarme, pero eso que me cogió era más fuerte que yo, no podía ver nada más que agua. Cuando abrí los ojos dentro del río, vi que toda estaba roja. Hasta en esa situación, sentía aquel olor pestilente y añejo. Era diferente a cualquier otro olor antes percibido por mí. Aquel instante, comencé a escuchar voces que me hablaban dentro del agua. Decían: Carlos, Carlos, Carlos, era el nombre de nuestro hijo pronunciada por muchas voces como en un coro infernal. Todo lo que te cuento se iba dando simultáneamente al querer soltarme de aquello que me estaba pretendiendo ahogar. La lucha fue constante en todo ese momento, aquellas manos que rodeaban mi nuca eran frías, toda el agua se estremecía entre mis intentos de salir, y aquellas voces que no hacían mas que llamar a mi hijo.
Justo entonces, como si se tratase de una especie de película, comenzaron a venir a mi mente imágenes aterradoras. Fue como estar teniendo una pesadilla en el agua. ¡Era Carlos! ¡era mi hijo! lo vi en las orillas de un río. Lo vi Carmen, vi como mataron a nuestro hijo. Era horrible ver su cuerpo siendo ahogado por una de esas criaturas. Primero lo miré hablando con una anciana a las orillas del río, y luego, la escena cambió bruscamente al verlo sumergido tratando de salir, mientras que una de esas mujeres enterraba sus manos en su cuello hasta verlo morir. Miré todo eso cuando mi cabeza estuvo bajo el agua, como si el río me revelara lo que en realidad sucedió. Eso, y solo eso me dio fuerzas para seguir luchando, y en algún momento de aquella batalla logré emerger a la superficie. Fueron momentos interminables, y te podría jurar, que cuando salí, observé enfrente de mí, justo al otro lado del río, a varias mujeres con rostro cadavérico lavando y lavando ropa. A medida que las iba mirando, todavía sentía a aquellas manos que ya iban rodeando mi cuello. Todas lavaban y crujían sus huesos sin mirarme. En ese instante, una fuerza de muy dentro de mí surgió, y logré pararme para salir despavorido con dirección a la parte boscosa.
Solo recuerdo como iba corriendo sin parar, corría y corría hasta que los árboles cubrieron mi cuerpo, pero al mismo tiempo que iba huyendo, sentía aquellas manos frías en mi cuello. Además, iba escuchando esas voces que gritaban el nombre de nuestro hijo, y un gotear incesante en mi cuerpo, pero no de agua, sino de sangre. Sentí claramente que estaban siguiéndome sin estar ahí, justo en ese momento una rama enraizada al suelo me hizo caer. Lo demás no lo recuerdo con exactitud, solo el despertar en una cama estrecha dentro de una cabaña, mientras alguien iba saliendo de lo que parecía una cocina con el rostro cubierto. 

No te olvides que el próximo viernes tendremos la cuarta y última parte de esta aterradora historia.
Puedes continuar leyendo más relatos de terror y misterio en el libro Cuentos Extraños.

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