El relato prohibido de las lavandeiras
(Cuarta Parte)
De Ocram Zamor
Todas esas palabras emanadas de Octavio dejaron a
mi abuela sencillamente estupefacta. Ni en sus peores pesadillas imaginó el día
en que su amado esposo le esté contando aquellos sucesos extraordinarios que no
la volverían a dejar igual. No solamente era aquella historia, era su esposo,
su hijo, un conjunto de ideas desorientadas le fueron surgiendo en la mente, tan
desquiciante pudo haber sido todo lo que le contó, que el silencio era la única
respuesta plausible para tal narración sobrecogedora.
—¡Dios mío Octavio! Pero qué me estás contando. ¡¿No
te das cuenta de que todavía no te recuperas del todo, y que tal vez estés
teniendo alucinaciones?! No puede ser nada de lo que me cuentas. Seguramente
nuestro hijo tuvo un accidente o quizás fue raptado por una familia… no lo sé,
pero no me digas todas estas cosas porque todavía sé que puede volver.
—¡Nuestro hijo nunca volverá Carmen! ¡fue ahogado
por esas brujas en el río! — dijo mi abuelo con rostro serio.
—¡Cállate Octavio!
—¡Es cierto!
—¡No! ¡Cállate!
—¡Esas ancianas viven malditas! Solo lavan las
ropas de las víctimas que han asesinado. Por eso vimos la ropa ensangrentada de
nuestro hijo en el río. Ellas nos conocen, Carmen, saben todo de nosotros. Solo
esperan a que nos acerquemos a ellas para dar rienda suelta a toda su
malignidad.
—Pero qué estás diciendo Octavio— decía mi abuela
sin dejar de llorar.
—Es la verdad, Carmen.
Un silencio inesperado cubrió esa mañana la casa
de mis abuelos. Mi abuela lloraba, mientras mi abuelo solo la contemplaba. Él
se sentía mal, nunca había hecho llorar a su esposa, pero tampoco nunca había
necesitado decir las cosas tan claramente. El dolor lo consumía, el recuerdo lo
enloquecía, y ella, era la única que podía ayudarlo.
—Carmen, te dije que después de tropezarme en
aquel bosque desperté dentro de una cabaña. A medida que iba reaccionando, noté
que una persona estaba en frente de mí con el rostro cubierto por su cabello. Al pestañar me
di cuenta de que ya no se encontraba en aquel lugar. Eso me hizo pensar que se
había ido a la otra habitación. Traté de pararme, pero no podía, sentí un ardor
en la pierna que me impedía hacerlo. Eso me dio tiempo para notar lo que estaba
a mi alrededor. Cuando comencé a darme cuenta, estaba en mi habitación, nuestra
habitación. La misma cama de dos plazas que nos acompañó desde que nos casamos
aquel veinte de agosto. La misma lámpara que reposaba sobre la mesilla de
noche. Todo era mágicamente mi hogar; había vuelto, me dije. Pensé que todo lo
anteriormente vivido fue una pesadilla, por lo menos así quise creerlo. Sin
embargo, algo faltaba, supuse inmediatamente que aquella persona que desde
hacía un momento se había encontrado enfrente de mí, eras tú. No esperé ni un
segundo desde que lo comprendí para llamarte exclamativamente. Quería
abrazarte, deseaba besarte y contarte cada vivencia aterradora que viví por
querer buscar a nuestro hijo. En verdad Carmen, pensé que me encontraba en
casa.
Al no dejar de llamar, sentí como esa persona
entraba nuevamente a aquella habitación donde me encontraba. Eras tú, Carmen,
tú, tu cabello lacio, el cerquillo en tu frente y la blancura de tus manos,
eras tú… A medida que te ibas acercando no esperé a que llegaras, rápidamente
me acerqué a abrazarte, abalanzándome para entregarte mi vida. Por un instante,
sentí toda esa emoción de poder estar entre tus brazos, quise sentir plenamente
tu ser al ir acomodando mi cuerpo en el tuyo, mientras te iba diciendo lo grato
que era estar de nuevo a tu lado y en casa. De pronto, ocurrió algo que no
podía creer. Ese olor nauseabundo nuevamente comenzó a recorrer mi olfato e
inundar toda esa habitación, aquel olor pestilente que incluso ahora podría
identificar. Fue en ese preciso momento cuando tus brazos comenzaron a cobrar
fuerza y a coger fortísimamente mi espalda. Esa tenacidad me paralizó, noté
como lentamente tu mentón se iba acomodando en mi hombro para que tus labios
llegaran a mi oído. Fue en ese instante que lo supe. No eras tú Carmen.
—Ya no volverás a ver a tu esposa, ya no volverás
a ver a tu hijo. Ambos están muertos como lo estarás tu dentro de poco—me dijo
aquella voz.
—Antes de morir… ¡Mira el pasado!, míralo bien, ¡Mira
el presente! ¡Mira el futuro!
Mis ojos se comenzaron a nublar, un espasmo
comenzó a invadir mi ser. Vi nuevamente a nuestro hijo, con su cabeza dentro
del agua tratando de salir sin poder lograrlo, vi toda la orilla del río lleno
de lavandeiras, cada una lavando la ropa de las víctimas que habían asesinado.
Había ancianos, mujeres, niños y bebés, fue horrible. Cada una con la misma
mirada, como si todas fueran la misma, frotando con rostro de apuro y mirando
fijamente el objeto que aseaban. No podía hacer nada en todo ese ambiente
macabro. Mis músculos no me obedecían y permanecieron dormidos mientras mi
mente seguía viendo todo lo que esa mujer me mostraba. Fue en ese momento que
miré a tu amiga Matilde entre toda esa muchedumbre infernal. ¡Ella también era
una lavandeira! La vi frotando y frotando las ropas de su nieto, y antes de eso,
pude presenciar la manera horrenda en cómo lo mató. Aquel niño solo gritaba
abuela, abuela, mientras que ella lo iba dejando poco a poco sin respiración
dentro del agua.
¡Ella se encontró con nuestro hijo aquel día! ¡Ella
se lo llevó hacia aquellas montañas para matarlo! Fue ella, Carmen, fue
Matilde.
El rostro de mi abuela palideció aún más, ya no
tenía fuerzas ni sentido común para replicar lo narrado por mi abuelo. No
obstante, él debía continuar y así lo hizo.
—Fue ver a Matilde en aquella visión y reaccionar
de mi parálisis y mutismo. Súbitamente, un grito descontrolado salió de mí para
gritar ¡Matilde! De pronto me di cuenta de que aquella persona repelió aquel
nombre, como si no pudieran escucharse los nombres de ellas mismas. esa persona
era Matilde. La logré ver cuando reaccioné. Un segundo fue suficiente para
salir corriendo de aquel lugar, continué corriendo por los bosques sin parar,
mientras aquellas palabras continuaban hablando en mi mente. Ahora, sé que claramente
era la voz de Matilde la que me hablaba; yo solo corría y corría sin parar. Su
voz no dejaba de sonar en mi cabeza cada vez más fuerte, como odiándome por
escapar de ella. ¡No podrás escapar de mí! ¡corre!
¡No podrán escapar de nosotras! ¡corran! ¡Sé que tienen otro hijo! ¡lo sé! ¡Pronto
el también estará aquí!
Sus palabras las puedo recordar hasta ahora, me
persiguen hasta cuando duermo. Carmen, debemos irnos de este lugar. No dejé de
correr hasta caer a las afueras del pueblo donde después me encontraron. No sé
si eso me salvó, o me maldijo de por vida.
Todas esas palabras proferidas por mi abuelo
aquella mañana durante su desayuno, me fueron contadas en estos tiempos por mi
abuela. Ese día, Manuel, mi padre, escuchó escondido en la escalera lo que le
había pasado a mi abuelo y a su hermano. Esa semana se mudaron fuera del
pueblo. Hoy, mientras mi abuela agoniza en aquella cama, iluminada en su mente
por aquella lámpara que ya no enciende. Una maldición sigue con vida a pesar de
que ellos ya no estén. El inevitable retorno de las lavandeiras, pues, mi
abuelo, antes de morir, le contó a mi abuela que, mientras huía de Matilde,
pudo ver como un bebé moriría a manos de aquella bruja. Mis abuelos vivieron el
resto de sus vidas pensando atormentados que la próxima víctima sería mi padre
o yo. Y ahora, yo vivo pensando desquiciadamente de que esa víctima pueda ser
mi hija.
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